
La peligrosa retórica del negacionismo electoral
Alberto Fernández cerró la noche de la peor derrota electoral que supo construir el peronismo unificado desde 1983 con lo que pareció más un soliloquio de sus deseos íntimos que un discurso conectado con la realidad: “Celebremos este triunfo como corresponde.” Esa fue la tarjeta de invitación a “la fiesta” del miércoles en el metaverso justicialista, en la que no sólo negó la derrota, sino que también intentó resignificar el sentido de una victoria imaginaria: “El triunfo no es vencer, sino nunca darse por vencido”. Frente al rechazo electoral, la respuesta fue profundizar el rumbo rechazado.
Intentar disfrazar de triunfo semejante derrota es negar una realidad empíricamente comprobable por los resultados electorales, y eso tiene un nombre: negacionismo. Hacerlo desde el rol de mayor responsabilidad institucional, además, lo reviste de una gravedad especial por al menos dos razones básicas.
En primer lugar, al reivindicar un triunfo imaginario cuando ha perdido por 9 puntos, Fernández cancela la expectativa social de que el mensaje expresado en las urnas sea interpretado por el Ejecutivo Nacional. Esto no sólo es una devaluación simbólica (aunque bastante concreta) de la principal herramienta para ejercer la soberanía popular -que es el voto- sino también de todas aquellas ilusiones y preocupaciones que el ciudadano deposita cuando coloca su boleta en una urna. El voto, además de elegir representantes, cataliza un clima social que, al menos, debe ser reconocido y respetado.
Dos de cada tres argentinos no apoyaron a los candidatos que representaban las propuestas del Gobierno. Eligieron otros valores y pidieron rectificar el rumbo del país. Muchos de ellos, además, votaron para expresar su enojo, dolor y preocupación por el 60% de pobreza infantil, una economía fundida, inflación del 50%, devaluación galopante de salarios, inseguridad alarmante, entre otros temas. Todos y cada uno de ellos fueron con la esperanza de ser escuchados. Negar esa posibilidad no sólo suma frustración hacia este gobierno, sino también escepticismo hacia el sistema de representación político en general. Debilita la democracia.
En segundo lugar, aunque haya sido de forma elíptica e informal, el sólo hecho de coquetear con la negación de la realidad en el ámbito electoral es un antecedente preocupante. Más aún en un contexto en el que a nivel global parece haberse instalado entre mandatarios con sesgo populista-autoritario la retórica de la negación electoral como estrategia frente a la derrota inevitable. Lo hizo Donald Trump tras perder las elecciones de 2020 en Estados Unidos. Lo está haciendo Jair Bolsonaro sembrando dudas desde hace varios meses sobre la legitimidad que tendrán las elecciones presidenciales de 2023 en Brasil, que probablemente lo tengan como gran perdedor.
Es cierto que no es lo mismo no reconocer, denunciar e incentivar rebeliones populares frente al resultado de una elección legítima, que intentar construir un relato falso frente a una derrota inapelable. Sin embargo, también es cierto que ambas acciones comparten una misma lógica vincular con el poder: la negación de la legitimidad de cualquier evento que lo cuestione. Si una noticia lo critica, entonces es “fake news”. Si un juez los condena, entonces es “lawfare”. Si un pueblo los rechaza, entonces es “negación”.
Hay pocas cosas más peligrosas para un sistema que la banalización del sistema en sí. Si recibir el apoyo o el rechazo popular tiene la misma implicancia o interpretación por parte de quién lo recibe, no se trata tan sólo de una estrategia discursiva para maquillar una realidad incómoda (a lo que el kirchnerismo ya nos tiene acostumbrados), se trata del germen de algo todavía más peligroso: un desvarío autoritario que relativiza los valores centrales de nuestro principal pacto social.
La única manera que tenía Alberto Fernández de “celebrar como correspondía” era reconociendo que había sido derrotado e interpretando el mensaje que de forma pacífica y democrática la sociedad le había enviado. Todavía está a tiempo.
Diputada de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (Confianza Pública | Vamos Juntos)