La política en la era de los palabrazos y la verborragia tuitera
Un legislador porteño y asesor presidencial le dice borracha a una dirigente opositora. "¿Vas a desenfundar? ¿O creés que me podés atacar porque soy mujer?", desafía una ministra nacional a su par bonaerense. Un diputado nacional agravia a las víctimas de la inundación de La Plata, valiéndose de esa tragedia para una chicana en Twitter. La vicepresidenta bromea con los ataques a silobolsas y el Presidente retuitea trompadas virtuales contra un periodista mientras le escribe a una conductora una "advertencia" por WhatsApp. Algo está pasando con el discurso político en la Argentina. Si le faltaban profundidad y consistencia, ahora ha extraviado, directamente, el buen gusto elemental. Ha incorporado los modales vulgares de un patoterismo bizarro. Las peleas de barrio parecen un juego de diplomacia comparadas con las que protagoniza la política. ¿Son derrapes anecdóticos? ¿O definen el tono de la dialéctica institucional?
Si no empezamos por recuperar cierta responsabilidad en el lenguaje y cierto cuidado en las formas, será imposible que la política argentina ofrezca algo más que un espectáculo bochornoso
Si no empezamos por recuperar cierta responsabilidad en el lenguaje y cierto cuidado en las formas, será imposible que la política argentina ofrezca algo más que un espectáculo bochornoso. Se puede discutir con dureza, hasta llegar incluso al verbo áspero y la retórica combativa. Pero si se pierden las nociones básicas del respeto y se ignora aquella sabia consigna de contar hasta diez antes de decir cualquier cosa, se degradará la calidad del debate público hasta niveles francamente peligrosos.

Las redes sociales parecen estimular un lenguaje político cada vez más violento y soez. En Twitter, la audacia se confunde muchas veces con agresividad. Es la era de los palabrazos: se disparan y revolean las palabras como si fueran piedrazos arrojados desde un balcón. Y allí donde la dirigencia política debería mostrar prudencia, mesura y responsabilidad, muchos se lucen por lo contrario. Claro que también hay originalidad, aportes constructivos y opiniones valiosas, pero Twitter se parece cada vez más a las paredes de los baños públicos. Lejos de enriquecerlo, parece degradar y debilitar el debate político. Los dirigentes más activos en Twitter no suelen ser los más moderados. Tal vez sea una generalización injusta, pero podríamos arriesgar una ecuación: la mesura y la responsabilidad políticas son inversamente proporcionales al protagonismo en Twitter.
La culpa, por supuesto, no la tienen las redes sociales, aunque estimulan cierta verborragia ligera e inconsistente. En todo caso, no hacen más que desnudar y exhibir con mayor nitidez aquello que anida en la propia dirigencia. Twitter es un espejo en el que se reflejan la intolerancia, el dogmatismo y las inclinaciones totalitarias que muchos, desde una vereda u otra, expresan con modos desaforados.
La degradación del debate público no es solo responsabilidad de funcionarios o políticos, pero de ellos cabría esperar cierto compromiso con la ejemplaridad. Si todos deberíamos contar hasta diez antes de decir cualquier cosa, un político tal vez debería tomarse el tiempo y el trabajo de contar hasta veinte. Nos ahorraríamos mucho más que exabruptos lamentables. Reduciríamos, tal vez, el peligro que representa esta tendencia a echar más leña al fuego de una Argentina crispada. Los periodistas también debemos hacernos cargo de cierta dialéctica exaltada y examinar el asunto con vocación autocrítica.
Hay que remarcar, sin embargo, algo demasiado elemental: cuando habla (o tuitea) alguien que ejerce una función de Estado, no habla Fulano o Fulana de Tal. Habla un ministro o un diputado de la Nación; habla un presidente o un gobernador. De eso se trata la investidura, un concepto que luce anacrónico, pero que es fundamental en cualquier sistema republicano. Cuando se asume una responsabilidad pública, Fulano deja de ser Fulano para ejercer una representación colectiva. Las palabras y las actitudes deben estar a la altura de esa representación. Ocurre, además, que la retórica beligerante y chabacana "baja" de la política a la escuela, a la televisión y hasta a los grupos sociales de WhatsApp, en los que la grieta se filtra con virulencia. Así es también como un "infectólogo en jefe" (principal asesor del Presidente) se siente habilitado para tratar de "pelot…" a los que critican el manejo de la cuarentena. Otro palabrazo contra el que discrepa, otra muestra de intolerancia frente al debate. Si el poder no combate a los barrabravas, sería bueno que por lo menos no los imitara.
La política argentina debe empezar por cuidar las formas y el lenguaje. Parece algo menor, pero tal vez encierre algo profundo y relevante. Las palabras expresan valores. Con ellas se muestra el reconocimiento de la pluralidad o el desprecio por las discrepancias. Con ellas se teje una cultura de la tolerancia o se avivan los fanatismos autoritarios. Todo empieza en las palabras.
Cuando la política es concebida como un juego de agravios y de supresión del adversario, el debate se nutre de adjetivos altisonantes, de insultos y descalificaciones. Los argumentos se dejan de lado y se intenta arrastrar al otro a una pelea en el barro. Se estimula, así, un peligroso efecto contagio: la violencia engendra violencia. Y la violencia verbal no es una excepción. Los moderados, mientras tanto, se repliegan: no quieren ser empujados al reñidero.
Podemos aspirar a un debate más fecundo, enriquecedor y de mayor altura. Sería injusto creer que el revoleo de insultos y provocaciones representa al conjunto de la dirigencia política. Son esas voces, sin embargo, las que "marcan la cancha" de la discusión pública, y las que sobresalen –como es lógico– por su propia agresividad. Alimentan la política concebida como espectáculo vulgar, en el que cualquier recurso vale para hacerse notar. Algunos dirigentes parecen tomar al pie de la letra aquella ironía de Oscar Wilde: "Lo peor no es estar en boca de los demás, es no estar en boca de nadie". O tal vez busquen la aprobación de algún tribunal partidario que exalta las posiciones extremas; quizá le hablen a un liderazgo que juzga como virtudes la agresividad y la intransigencia atropelladora. Lo cierto es que por ese camino el discurso político no solo ha perdido moderación: ha perdido densidad conceptual y hasta ideológica; ha abandonado el debate para encarnarse en la riña. Las ideas y el diálogo genuino suelen demandar más de 140 caracteres.
La política del insulto o la de "los mensajes" que pueden ser leídos en clave intimidatoria es la expresión de un país que acentúa sus desencuentros y potencia sus fracasos. ¿Qué es lo que ha deslumbrado tanto del presidente de Uruguay en la Argentina? Puede haber otras razones, pero una fundamental es su tono: la sencillez (no la grandilocuencia), la moderación (no el verbo exaltado), el sentido común (no la épica fundacional y megalómana), el reconocimiento del adversario (no su descalificación).
La atmósfera en la que se desarrolla la conversación pública no se define con grandes discursos, aunque también hagan falta; se define por el tono cotidiano con el que los líderes de una sociedad gradúan la temperatura del debate. De ese tono dependerá que cultivemos una cultura de diálogo y de convivencia o abonemos, en cambio, un clima dominado por la intemperancia y el agravio. Tenemos que reivindicar el hábito de la conversación, aun desde posiciones antagónicas, y la capacidad de escuchar al otro, aunque no estemos de acuerdo. ¿Es tan difícil? Tal vez debamos empezar por las palabras.





