La riqueza secreta
Intimidad se llamaba la película. Recuerdo haberla visto allá por 2002. Un hombre y una mujer se encontraban, puntualmente, cada miércoles, en casa de él. Casi sin pronunciar palabra ni saber nada el uno del otro -ni nombre ni historia ni circunstancias-, cada miércoles, puntualmente, tenían sexo. Pocas veces una película mostró dos cuerpos (los de la actriz Kerry Fox y el actor Mark Rylance) tan desnudos, tan imperfectos, tan vulnerables, tristes, hermosos. Íntimos. Pero, claro, eran la mirada del director francés Patrice Chéreau y los relatos del británico Hanif Kureishi; Fox y Rylance encarnaban a dos seres complejos, rotos de soledad. Y uno por poco les rogaba que no hablaran, que no lo hicieran nunca, que no quebraran esa zona de hechizo -el territorio donde eran pura piel desesperada- para que el dolor que aguardaba del otro lado no les hiciera tanta mella.
Recordé esa película, lo perturbador de su erotismo sin esperanzas, porque en realidad le venía dando vueltas a una palabra, la que le dio título. Intimidad. Y es extraño, porque el detonante estaba en el extremo más alejado que pueda pensarse de cualquier divagación sentimental a lo Kureishi o Chéreau.
"Era algo... íntimo; sí, tenía que ver con la intimidad", me dijo una amiga, aún conmovida por algo que le había ocurrido esa misma mañana. En principio, nada fuera de lo habitual: comienzo del día, falta de efectivo, paso por el cajero automático en la hora somnolienta en que las calles todavía andan desiertas y los bancos están cerrados. Inmersa en su propia rutina, pasó la tarjeta por el lector, sintió el clic de la puerta al destrabarse, entró. Fue entonces cuando lo escuchó. Un ronquido. En un rincón del cubículo al que estaba ingresando, alguien roncaba.
Se asomó un poco. Había una cama improvisada; un revoltijo de frazadas cubría el rítmico respirar de un cuerpo dormido. Por un extremo asomaba una mata de cabello, enredada y oscura. Protegida de la intemperie, de la noche y de la furia de la ciudad, una persona dormía profunda y sonoramente. Mi amiga se sintió confusa, conmovida. Intrusa. Fuera quien fuese quien estaba allí, había construido en torno de sí una tenue burbuja de privacidad. Porque solo en la intimidad percibimos el murmullo de la respiración del otro; y solo en la intimidad ofrendamos el desamparo extremo de nuestro propio sueño, esa franja de la vida en la que en serio nos despojamos de todo, ese paréntesis en que no hay control ni espejo ni imposturas que valgan.
"Traté de hacer el menor ruido posible -me siguió contando-. Preferí buscar otro cajero. Salí como en puntas de pie". Y mientras lo relataba se le notaba en los ojos que la imagen aún permanecía allí. En la supuesta era de la transparencia, en el tiempo en que la privacidad apenas rinde y la exhibición es la regla, cuando todos ya vimos cada detalle de la vida del otro, y cada taza de desayuno, cada habitación, arreglo o gesto amoroso, un habitante de la calle, ausente y desprotegido, quebraba la lógica. "No me fui por pudor; fue otra cosa", intentó concluir mi amiga, y creo que la entendí.
¿Qué es lo íntimo? A veces, no siempre, el chispazo esquivo de lo sensual. También un instante, no importa cuán fugaz, de complicidad; eso mismo por lo que tantas amistades se recuperan, luego de años o kilómetros de distancia, en el mismo punto donde se habían dejado, en la misma inflexión de voz, en la misma certeza del código compartido.
¿Qué es lo íntimo? Sentir la piel de tu hijo de meses sobre la tuya, y saberte naufragada en ese olor, ese latido, ese dejarse ir que te embarga y que, sabés, es único e incomprensible como un pequeño universo.
La intimidad: un bien escaso y mutable; efímero y exquisito. Un obsequio que muy poco tiene que ver con el posteo más rutilante en Instagram. La riqueza secreta que todos poseemos, incluso aquellos que lo perdieron todo.