
La transición de gobierno empieza ahora
Cualquiera sea el resultado de las elecciones, el 10 de diciembre se instalará un nuevo gobierno. Eso supone el acceso a los altos cargos de la administración nacional de nuevos elencos de funcionarios y sus equipos, los cuales deberán tomar el control de las principales agencias estatales, hacerse cargo de las políticas públicas en curso e implementar las promesas de la campaña electoral. Si la Argentina tuviera institucionalidad burocrática, tales cambios no deberían constituir un problema complejo. Pero la Argentina carece de institucionalidad burocrática.
Superadas las PASO, la carrera presidencial se irá acelerando hasta el 22 de octubre; luego deberán pasar 49 días para la toma de posesión. En ese período debe definirse la estructura orgánica de la administración nacional y designarse a los ministros. Éstos armarán sus equipos con sus principales colaboradores, allegados y personal proveniente de compromisos políticos. Más complejo será el proceso si el conjunto del gabinete y cada una de las áreas de gobierno se “lotean” entre las distintas corrientes internas del bloque ganador (la coalición, el partido y el staff íntimo) y mucho más si se extiende a las representaciones sectoriales. Antes de asumir, ya estarán instaladas rivalidades que más temprano que tarde desembocarán en un nutrido entramado de internas que replicarán hacia dentro del nuevo gobierno las tensiones acumuladas en la campaña y agravadas por otras provenientes de las diversas clientelas corporativas.
Pero la designación de los principales responsables de los ministerios, secretarías y organismos es sólo la parte visible de la transición gubernamental y, aunque resultara auspicioso que el nuevo gobierno presentase una estructura reducida y decidiera no lotear los departamentos, la toma de posesión del tablero administrativo es un proceso mucho más complicado que requiere de un pormenorizado conocimiento del aparato estatal, máxime cuando se habla de la implementación inmediata de medidas drásticas.
La estructura gerencial de la administración es numerosa y variada en su composición. La franja de los directivos público -la alta gerencia, o los cargos con funciones ejecutivas- es crucial para cualquier burocracia: son ellos quienes intervienen en el ciclo completo de las políticas públicas. Forman parte del proceso de toma de decisiones, son responsables de la recolección, sistematización e interpretación de la información necesaria, están en contacto con los destinatarios de las políticas públicas, conocen a los usuarios y a los efectores, acumulan experiencia y son el único repositorio vivo de memoria institucional. Sólo en la administración centralizada el segmento del directivo público comprende alrededor de 3000 puestos. Si en un recorte drástico el nuevo gobierno los redujera a la mitad, de todas maneras, al día de hoy, ninguno de los posibles ganadores cuenta con un equipo de 1500 personas y, mucho menos, con futuros funcionarios con los conocimientos, la información y la experiencia suficiente como para tomar la conducción de los respectivos departamentos. Menos todavía si pretende ocupar todos esos lugares en los 49 días que median entre las elecciones generales y la asunción del mando.
La casi totalidad de los cargos con funciones ejecutivas está compuesta por funcionarios que han sido nombrados como excepción al régimen de concursos desde 1999. Se trata de designaciones transitorias por 180 días, hechas por decreto o decisión administrativa que, en buena parte de los casos, se renuevan periódicamente. Hay directivos públicos que llevan muchísimos años en esa situación; sin embargo, su continuidad semestral depende más de la discrecionalidad del ocasional funcionario político que de una evaluación objetiva. Por cierto, también suelen exceptuarse otros requisitos fijados por la normativa, como la edad, la experiencia o el título profesional.
La experiencia de las transiciones anteriores deja varias lecciones a tener en cuenta. La primera es que nada empieza de cero: hay una realidad menuda y dura que conocer y es mejor hacerlo con un guía experimentado que con un recién llegado. Lo natural en las transiciones es la desconfianza, hacia las personas, la información y las decisiones anteriores. Tal reparo se debe por un lado, a la sospecha de la supuesta pertenencia del funcionario preexistente al gobierno relevado -lo cual lo descalifica aunque se trate de Einstein- y, por otro, a que el recién llegado no ha tenido tiempo suficiente para asimilar el conjunto de responsabilidades que le cabe y conocer la totalidad de los botones que debe oprimir.
La segunda lección muestra la imposibilidad de cubrir todos los cargos con gente propia e idónea. Muchos de los cuadros asociados a los candidatos actuales no saben qué lugar van a ocupar en el futuro gobierno, no cuentan con un equipo de segundas líneas completo y versátil y, sobre todo, no tienen terceras líneas. Tardarán muchísimo tiempo en seleccionarlas y luego, de 6 a 8 meses más para que sean designados. Mientras tanto el calendario político avanzará inexorablemente y las mentadas reformas se verán postergadas. Si el nuevo gobierno no aprovecha los años pares, sucumbirá ante la maldición de los años impares: la premura electoral se llevará puesta todos los planes.
La tercera lección es que hay que aprovechar la capacidad instalada. Los cargos con funciones ejecutivas comprenden tres segmentos de funcionarios: 1) aquellos que alguna vez concursaron, pero su concurso se venció y fueron renombrados sucesivamente por todos los gobiernos. A priori se trata de personas con alta capacitación, conocimiento y manejo empírico, aquilatado por una larga experiencia, valor clave sobre todo cuando se carece de memoria institucional; 2) aquellos que fueron designados transitoriamente en algún momento, pero que adquirieron legitimidad de ejercicio por su capacidad y fueron redesignados varias veces por distintas administraciones; 3) aquellas designaciones puramente políticas cuya racionalidad obedece a motivos diversos.
En lugar de salir a armar equipos a las apuradas, tal vez sería mejor detectar esa capacidad instalada y asegurarle a sus miembros estabilidad para que hagan su trabajo con la relativa autonomía que brinda el conocimiento técnico, el saber cómo y el compromiso con los fines. La experiencia de los diplomáticos de carrera y de los administradores gubernamentales transcurre en ese sentido. Pero lo mejor sería saldar la deuda que la clase política tiene con la carrera funcionarial: sin ella no hay capacidad instalada para atender las emergencias, pero tampoco para la normalidad, se carece de memoria institucional, lo cual alimenta el afán fundacional de los nuevos elencos gubernamentales y condena a un eterno retorno. Hay una correlación positiva entre buen gobierno y buena administración.
Profesor de Políticas Públicas