Las carambolas secretas del destino
Se llevó todo. La cama, el escritorio, la cómoda, el equipo de música, los libros, los discos. Hasta hace poco, al pasar frente a la puerta de ese cuarto para llegar al nuestro, no había forma de evitar la visión de una montaña de ropa cubriendo el respaldo de la silla. Ya no hay ropa, ya no hay silla. La habitación está vacía. Tan vacía como cuando la pintamos, ella, su madre y yo, hace unos veinte años. En verdad, ella era chica como para pintar. Pero se calzó el bonete de papel de diario en la cabeza, tomó un rodillo húmedo y lo hizo rodar por la superficie de la pared, estampando el color en medio del cual amanecería por las mañanas y pasaría de la infancia a la adolescencia, y de allí a la juventud. En algún lugar hay una foto de aquel momento. Es un cuarto pequeño. Cuando me sorprende así, vacío, lo que veo es el tiempo. Todo lo vivido. Es precisamente eso, todo lo vivido, lo que te conduce a tu destino. No se arrancó de allí, sino que dio apenas un paso. El paso natural, el que tocaba.
El domingo estuvimos con su madre en su nuevo cuarto, agujereando la pared para amurar unos estantes donde descansará la ropa que sigue guardada en la valija. Pude advertir que cada una de las cosas que se llevó -es decir, sus cosas- va encontrando su lugar en ese espacio recién estrenado. En medio de ellas detecté unas cuantas que me pertenecían. Varios CD, por ejemplo. Y libros. Por ahí estaban la edición conmemorativa de Cien años de soledad y la novela Que el vasto mundo siga girando, de Colum Mc Cann, que nos había gustado mucho a los dos. Y The Dylan Companion, puesto de tal modo en la biblioteca que su portada quedaba exhibida. No me enorgullezco de mi primera reacción: reclamárselos inmediatamente. Enseguida me di cuenta de que aquella podía ser ahora una de mis maneras de acompañarla. Cosas que ella se había llevado de mí. Y que ya eran de ella.
También yo colonicé el primer cuarto de mi independencia con las cosas que traía de casa de mis padres. Fue en un PH no muy distinto del que ahora es la casa de mi hija mayor. En mi caso, en lugar de dos, éramos tres amigos. Uno de ellos había descubierto la casita y no tuvimos más alternativa que hacernos cargo de aquello con lo que veníamos fantaseando sin mucha consistencia. Con las ideas y los deseos no se juega. Días después estábamos sentados en la mesa de un café cercano, echándonos a la suerte las tres habitaciones de nuestra nueva morada. Me tocó el cuarto del frente, grande, con una linda ventana que daba a un pequeño patio, y desde donde se veía el parral del patio vecino. Me sentí muy afortunado. La imagen siguiente es la de los tres pintando alguna de las paredes de la casa. En estos trabajos sencillos de refacción se nos acoplaron unos cuantos amigos más, acaso con la intención de ganarse el derecho a la aventura de habitar una porción de ese espacio propio y emancipado.
Allí viví una etapa inolvidable de mi vida junto a dos grandes amigos. Y bien podría decir que en esos primeros días en aquel barrio empezó a gestarse, silenciosamente, el comienzo de lo que después vendría a cambiarlo todo. Porque mientras arreglábamos y hacíamos propia esa casa, también salíamos a reconocer esas calles en busca de una panadería, un almacén o una ferretería, según se iban presentando las necesidades, que eran muchas. En una de esas recorridas de reconocimiento, volvía solo desde la avenida cuando, en la vereda de enfrente, una chica morocha bajó de su bicicleta con encanto y procedió a atarla a las rejas de una ventana contigua a la puerta de entrada. Sin advertir que yo la miraba desde el otro lado de la calle, abrió la puerta y se perdió dentro de la casa. Yo volvía con las medialunas y retomé mi camino, pero antes tracé las coordenadas -estaba a apenas una cuadra de mi PH- y memoricé la fachada de la casa y la bicicleta, que había quedado sola, como a la espera.
Desde ese día, cada vez que iba caminando hasta la avenida echaba un vistazo a aquella casa. Nunca vi a la chica. Solo unas pocas veces, la bicicleta atada. Viví unos cuatro años en esa casita con mis amigos. Después me fui de viaje. Después viví solo en un departamento. En ese tiempo, un amigo quiso presentarme una amiga. La pasamos a buscar al taller de pintura al que iba. Fuimos al cine y vimos el olvidable Hamlet de Mel Gibson. Mi amigo y su novia nos dejaron después en la casa de ella. Me había invitado a tomar un café. Cuando estábamos entrando, en un flash, me di cuenta de que aquella era la casa. A la reja le faltaba la bicicleta, pero era la reja. Y ella era la chica. La chica que después, casi treinta años después, estaría conmigo amurando estantes en la casa de la hija que se independizaba.