
Las chicas no sólo lloran por amor

La mañana abría los ojos y la primavera seguía con fiaca, hacía frío. La ciudad ponía en marcha su dinámica habitual de negocios que se abren, veredas que se baldean, taconeos y apuro de chicos en edad escolar. Lo primero que oí a la vuelta de la esquina fue un llanto ahogado y la voz de una mujer. Cuando pude verla, confirmé que era joven, le hablaba a un muchacho que fumaba y miraba hacia la calle con gesto abrumado, clavado a la vereda. Ella le hablaba cada vez en voz más alta y él permanecía de espaldas. Ella no paraba de moquear y de darle golpecitos en los omóplatos con los puños cerrados y él se mantenía firme, mirando como un autómata los autos que pasaban por Rodríguez Peña y Corrientes. Eran las 7.20, se los veía agotados. Cómo no leer ahí la larga noche de angustia, la discusión estéril, los abrazos desesperados, el desvelo. La chica no paraba de llorar, su carita era puro lamento y su "mirame cuando te hablo, por favor" te estrujaba el corazón y te obligaba a recordar otras noches, otras angustias, otros desvelos.
Días atrás, en el subte, una mujer mandaba mensajes a través de su celular mientras lloraba sin parar; el mundo entero se había detenido en aquello que le estaban diciendo o que estaba discutiendo a través del teléfono. Otra mujer, algo más grande, le preguntó si estaba bien. "Ya va a pasar, ya va a estar todo OK", dijo la más joven, con ojos brillosos y un optimismo algo forzado. Lloramos más, es un hecho. Hay explicaciones biológicas (la influencia de cuestiones hormonales como la prolactina o de conductos lacrimales más cortos que en los hombres) y hay descripciones fácticas (una mujer llora en promedio entre 30 y 64 veces al año mientras un hombre lo hace entre 6 y 17 veces). Hay, también, estudios que aseguran que las mujeres ríen más que los hombres, aunque de eso se habla menos, y es que las lágrimas de las mujeres son un clásico de la descalificación.

Lloramos por amor, por alegría, por tristeza, pero también por indignación. Hace unos meses, el premio Nobel de Medicina de 2001 debió renunciar a su cargo en el University College de Londres luego de las escandalosas declaraciones que hizo en una cumbre de periodismo científico en Seúl, en las que señaló que el llanto de las mujeres era un problema para el avance de la ciencia. "Déjenme que les cuente mi problema con las chicas. Pasan tres cosas cuando están en el laboratorio: te enamorás de ellas, ellas se enamoran de vos y cuando las criticás lloran, y si estallan en lágrimas uno se contiene y puede no llegar a la verdad absoluta", había dicho el británico Tim Hunt, de 72 años, buscando explicar por qué hombres y mujeres no debían trabajar juntos. El tema desigualdad es crítico en la ciencia y hay un gran movimiento que busca revertir algo instalado desde siempre: Hunt no pudo haber hablado en peor momento. Un estudio reciente señala que mientras en algunos países europeos el 50% de los graduados en ciencias son mujeres, menos del 15% de los altos puestos son ocupados por ellas, a la vez que un informe de la revista Nature asegura que sólo el 24% de las científicas ocupan puestos de profesorado en las universidades del Reino Unido. En América latina la situación es algo más beneficiosa para el género, mientras en Asia el promedio es aún más bajo.
Está mal visto que las mujeres lloren en el trabajo: se lo considera poco profesional. Lo que no se dice es cuál es el contexto en que llegan esas lágrimas en un mundo en el que, incluso en los países más igualitarios, las mujeres aún ganan menos que los hombres por la misma tarea y tienen más dificultades para ascender en la escala jerárquica. Como suelen ser hombres quienes ejercen la jefatura, son ellos quienes comunican sus críticas a los subordinados. Cuando pienso en las veces que lloré en mi trabajo, todo se ve más claro: no lloré en los peores momentos laborales, sí lo hice ante lo injusto, lo perverso o lo expresado con malos modos. Tuve jefes que sabían objetar sin ofender, pero también padecí superiores abusivos y adheridos al peor código machista; hombres grandes que se decían respetuosos del lugar de las mujeres, capaces de "concedernos" la gracia de ocupar el rol "fundamental" de traer vida al mundo. Eran los peores.
Sin embargo, a esta altura de los tiempos, ya lo sabemos: tenemos los mismos derechos humanos, políticos, culturales, sociales y laborales que los hombres, aunque lloremos más. Es cuestión de paciencia y perseverancia; la discriminación es una marca cultural y pasarán generaciones hasta que se naturalice algo tan elemental. Una buena señal la dio en estos días el flamante primer ministro canadiense Justin Trudeau, de 43 años, cuando una periodista le preguntó por qué había designado un gabinete igualitario, con 15 hombres y 15 mujeres como ministros. "Porque estamos en 2015", respondió sonriente el joven premier, aclarando lo obvio.
Miro el video y casi lloro de emoción.






