Las dimensiones del caso Báez Sosa
El crimen de Fernando conmueve a toda la sociedad porque nos obliga a cada uno a enfrentarnos con muchas cuestiones que hacen a la tragedia humana, no solo por la incomprensión de la violencia, sino porque los avatares del proceso nos han llevado a tomar conciencia de continuas disyuntivas que representan los más crudos dilemas de la realidad ética y moral, como expresión de los valores propios y de la comunidad.
Sentimos con las víctimas la necesidad de dejar atrás los reproches por lo que podrían haber hecho diferente, acompañamos su reclamo de justicia –que incluye esa inexplicable y ciertamente insuficiente sensación de bálsamo mitigador del dolor– sin caer en la venganza –que tarde o temprano se vuelve culpa y de esa forma solo acrecienta el sufrimiento–, vimos transcurrir el proceso judicial que desde hace años, en forma indolente y lenta, los confronta con la catástrofe que los atraviesa, y anhelamos que puedan resignificar el sentido de sus vidas para poder volver a ser ellos mismos, con la certeza de que nunca volverán a ser iguales.
Para los imputados se barajan otro tipo de problemas, que muestran los cortocircuitos a los que todos podemos enfrentarnos en algún momento de la vida, incluso sin cometer delitos, y que se ven todos los días en tribunales: esconder la cara versus darla; negar los hechos o aceptarlos; en este caso, justificarse o arrepentirse; hablar y decir la verdad, mentir descaradamente, ubicarse en la infinita gama de medias verdades (que también son medias mentiras) o acudir al consabido silencio (que invita a la conjetura, pero deja a salvo el peligro de autoincriminarse o de perjudicar a otros).
Para los profesionales del derecho se juegan otras disyuntivas, en apariencia menos graves, en tanto se vinculan solo con su trabajo y pueden en cierta medida reducirse a términos estrictamente técnico-jurídicos, como puede ser el posicionamiento adoptado respecto de una calificación legal (homicidio simple o agravado, preterintencional o en riña, conforme lo que se discute en este caso). Pero no puede obviarse que la labor de los abogados de la querella y la defensa, el fiscal y los jueces consiste, cada uno desde el particular rol que le toca (acusador, defensor y juzgador), en procurar que se dé a cada uno lo suyo; no más, pero tampoco menos. Para ellos el quid de la cuestión debería reducirse, en todo caso, a que prevalezca lo jurídicamente correcto por sobre todo lo demás.
Fuera del recuadro de opiniones que circunscribe la problemática a lo antedicho, el caso exhibe ciertas notas que van un poco más allá, hacia una dimensión –si se quiere– política, pues a pesar de tratarse de tan solo uno más de los tantos casos que inflan las estadísticas que reflejan la violencia actual, este ha pasado a ser un nuevo emblema (otro más que se suma a los que nos han dejado veranos pasados: Cabezas, Blumberg y Nisman) que muestra lo que la población quiere en términos judiciales y lo que representa la Justicia Penal en el seno de la sociedad.
Resumiendo las posturas que prevalecen, podemos decir que como sociedad queremos juicios penales llevados a cabo por jueces independientes, en procesos ajustados a derecho, con todas las garantías para los imputados. Asimismo, queremos fiscales conscientes de su función acusadora y reconocerles a las víctimas un rol esencial, velando por su integridad y tratando de mitigar su dolor. Queremos que en los juicios se respete a rajatabla el principio de igualdad entre ambas partes, doblemente sí. Queremos, por sobre todo, justicia escrupulosamente jurídica, es decir, acorde con la ley y nada más, fundamentada en interpretaciones situadas y coherentes, con apego irrestricto a las pruebas reunidas en cada caso. Un racconto que parece dar respuesta desinteresada y tácita a los temores que sustentan varias críticas formuladas al sistema judicial penal desde ciertos sectores de la política.
Todo ello nos habla, por otro lado, de un alto grado de conciencia social por el enorme valor de la justicia, no solo como una virtud cardinal que anhelamos, sino como actividad estatal esencial para la convivencia y la cohesión social. Esto último nos remite a pensar que muy difícilmente se pueda romper ese vínculo fundamental, muchas veces repleto de pretensiones y críticas, algunas bienintencionadas y otras no tanto, pero siempre presente, que une al sistema de Justicia Penal con su comunidad, a la que protege, sirve, y no pocas veces le da soluciones y, con todas sus imperfecciones, también justicia.