
Las estatuas caen, la democracia está de espaldas
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Statues fall, Democracy is flat on his back… (”las estatuas caen, la democracia está de espaldas”) así entonaba U2 su canción The Blackout, en una frase que pareciera más actual que nunca. El índice anual sobre democracias publicado por The Economist, que califica el estado de la democracia en 167 países, concluyó en 2021 que más de un tercio de la población mundial vive bajo un régimen autoritario, mientras que sólo el 6,4% disfruta de una democracia plena. Se espera que los datos de este año sean todavía peores, continuando el marcado declive vivido durante la última década.
Al mismo tiempo que se observa una retracción global en torno a la democracia, con diversos casos que han derivado en regímenes híbridos o sencillamente autoritarios, las democracias que aún se mantienen en pie enfrentan crecientes problemas políticos, económicos y sociales.
Por dar solo algunos ejemplos, una encuesta reciente de The New York Times ha señalado una drástica caída en la confianza de los estadounidenses en la democracia de su país. El 58% de los encuestados señaló la necesidad de cambios profundos en el sistema, mientras que un 80% indicó que su país se está dirigiendo en la dirección equivocada. La posible y hasta probable recesión económica que muchos expertos proyectan en el corto plazo seguramente no ayudará a revertir estos números.
Al otro lado del Atlántico, las crisis políticas que obligan a la recurrente alternancia en sistemas históricamente reconocidos por su estabilidad, como Israel y el Reino Unido (donde ya se comenta que parte importante de las familias afrontarían inseguridad alimentaria producto de la inflación), parecieran no tener fin. Las noticias por los colapsos constantes de sus gobiernos se han vuelto moneda corriente, mientras que sus primeros ministros no logran mayorías estables que respalden sus programas de reestructuración. Mientras tanto, partidos extremistas logran cosechar los frutos del descontento social, incrementando su influencia política. La victoria en Italia de una candidata de extrema derecha que hiciera públicas ciertas reivindicaciones sobre el fascismo es el último de los ejemplos.
En Asia, el caso de Sri Lanka, alguna vez considerada una promesa económica, con una población educada, una creciente clase media y un ingreso medio entre los más altos del sur del continente, resultó emblemático. En conjunto, una tasa de inflación galopante, una deuda externa superior a los 50 mil millones de dólares con el FMI, una balanza comercial históricamente deficitaria “controlada” a partir de restricciones en el acceso a créditos internacionales y al turismo, el cese de una de las principales fuentes de ingresos como el turismo producto de la pandemia, desacertadas decisiones que pusieron en crisis el sector agropecuario y el aumento de los precios internacionales de los alimentos producto de la guerra en Ucrania, generaron el caldo de cultivo perfecto para una crisis económica e institucional.
La falta de divisas en un país sin capacidad producción comenzó a generar escasez de alimentos de primera necesidad y combustible desde comienzos de marzo, profundizando la crisis. Meses de turbulencias y manifestaciones desencadenaron con la toma de la residencia oficial del presidente, parte de una dinastía que dominó la política del país durante dos décadas, acusado de fuerte corrupción y nepotismo, y su posterior renuncia. El gobierno provisional debe enfrentarse a una serie de importantes desafíos con pocas herramientas a mano, recurriendo a acuerdos con la India y con el Fondo Monetario Internacional, que exigió fuertes reformas a cambio del otorgamiento de nuevos créditos. Los años de mala gestión, corrupción y despilfarro de la riqueza complican la búsqueda de cualquier rescate financiero.
Sin embargo, lo más complejo es recuperar cierta credibilidad ante la ciudadanía y lograr que el gobierno sea visto como una solución y no como la causa principal del problema. Mientras tanto, Naciones Unidas advierte que la isla está al borde de una emergencia humanitaria y el Programa Mundial de Alimentos afirma que casi 9 de cada 10 familias se saltan comidas o escatiman para estirar los alimentos. Otros países enfrentan el mismo peligro. Informes recientes del Banco Mundial indican que alrededor del 30% de los países de ingresos medios y el 60% de las naciones de bajos ingresos están en peligro por la deuda o corren un alto riesgo de estarlo. Pakistán, Bangladesh, Túnez, Ghana, Sudáfrica, Brasil, Argentina, Sudán, el listado de naciones en aprietos crecen a diario. Tal como señaló Kristalina Georgieva, directora del FMI, “los países con altos niveles de deuda y un espacio político limitado se enfrentarán a tensiones adicionales. No hay que mirar más allá de Sri Lanka como señal de advertencia”.
En el hemisferio sur del continente americano los ejemplos de crisis políticas, económicas y sociales sobran. Aunque no es el único (y probablemente tampoco el más grave), el más conocido para los lectores seguramente sea aquel de un país atosigado por la inflación, la corrupción y la inseguridad, marcado por acusaciones judiciales cruzadas entre los últimos expresidentes y donde la dirección del Ministerio de Economía, baluarte de guerra de un conflicto interno de la coalición oficialista, vio pasar tres nombres distintos en menos de un mes.
No son casos aislados, el mundo está enfrentando épocas complejas. Por si los virus, las guerras, las tensiones geopolíticas entre grandes potencias, la incertidumbre energética y las disrupciones en las cadenas de valor globales no fueran suficientes, las turbulencias sociales y las crisis políticas se han vuelto la nueva normalidad en la pospandemia. Según el Índice de Paz Global 2021 del Instituto para la Economía y la Paz, hubo un aumento global del 244% en disturbios, huelgas generales y manifestaciones antigubernamentales durante los últimos 10 años, sin perspectivas de una disminución en el futuro cercano.
No debe dejarse de lado el impacto individual de estas crisis sistémicas. Al mismo tiempo que las transiciones hacia regímenes de dudosa calidad democrática limitan los derechos y libertades de los ciudadanos que los habitan, esta serie de tensiones a nivel nacional y global tienen un impacto directo sobre el bienestar de las personas. La última encuesta de Emociones Globales de Gallup del 2022 indica que la infelicidad está en su máximo punto desde que se comenzó a realizar esta encuesta, en 2006, tendencia que precede a la guerra en Ucrania e incluso a la pandemia. Este año un 33% de los encuestados alrededor del mundo respondió “sí” cuando se les preguntó si sentían ira, estrés, tristeza, preocupación o dolor físico ayer, comparado con un 24% en 2011.
Todo esto sin mencionar los desafíos que se comienzan a plantear alrededor de la automatización de puestos laborales en el mundo entero, producto del incremento de la robotización y la optimización de la inteligencia artificial, hecho que, de no ser anticipado y manejado correctamente, podría terminar de socavar los cada vez más débiles cimientos del consenso social.
Todo indica que las democracias requieren imperativamente de nuevas brújulas para navegar estas aguas turbulentas y hasta ahora desconocidas. Tal como proclamara Apple en uno de los slogans publicitarios más famosos de las últimas décadas, aquel que a fin de este mes de septiembre cumplió 24 años, es momento de pensar diferente.
Rubbi, Director de la Licenciatura en Gobierno y Relaciones Internacionales de UADE; Perez Alfaro, docente de la Licenciatura en Gobierno y Relaciones Internacionales de UADE