Las fronteras calientes de la argentinidad
Los mapas siempre fueron el escenario diferido de algo en disputa. Tierras, mares, montañas o ciudades. Otros territorios más inasibles también inspiran delimitaciones más o menos pertinentes. Cartografías intelectuales o políticas, mapas conceptuales, cartografías emocionales. Qué historia personal o colectiva no podría reclamar las fronteras de su propia identidad o de los límites que debió correr para alcanzarla.
En la escuela primaria a la que iba cuando vivía en Montevideo usábamos un mapa de plástico con el que dibujábamos el contorno del país. Apoyábamos ese Uruguay en miniatura sobre la hoja Tabaré de la carpeta y así podíamos ubicar con mayor precisión límites departamentales, fronteras. Nunca se me había ocurrido en esa época pensar al Uruguay como un paisito; yo tenía por entonces no más de 9 años y para mí era suficientemente grande. Mucho después mi familia volvió a Buenos Aires y el himno, la historia, el lugar del país en el mapa de América del Sur, la identidad, la autoconciencia nacional en relación con todos los vecinos y con el resto del mundo, pasaron a ser otros. Lo de paisito me pareció entonces una manera simpática, cariñosa, de referirse a los vecinos. Ilustres uruguayos, de Juan Carlos Onetti al mismo Pepe Mujica, hablaban sin complejos del paisito charrúa o del paisito rioplatense.
Aunque hay que decir que lo de paisito tiene sus bemoles. Hace algunos años, en Israel, durante una exposición ante un auditorio de colegas latinoamericanos, se nos pidió que presentáramos a nuestras naciones de origen. Los colegas uruguayos empezaron su presentación con un dibujo contundente: en medio de dos gigantes territoriales, Brasil y Argentina, una pequeña porción de la misma tierra, más paisito que nunca, intentaba hacerse un lugar. Eran además tiempos del puente internacional cortado en Gualeguaychú: los uruguayos veían en la inacción del gobierno argentino ni más ni menos que el atropello del más fuerte.
Todo un ejercicio de punto de vista. Hasta ese momento, nunca se me había ocurrido pensarlo así. Ni pensar en Uruguay como un país amenazado por sus vecinos -los gigantes- ni mucho menos pensar en la Argentina como un país que abusaba de su condición de ser fuerte.
Pero no hay nada tan anestésico como el sentido común, esa sopa ideológica que tomamos de a cucharadas desde la escuela y que vuelve natural para nosotros lo que para el vecino puede ser escandaloso. O insoportable.
Hace algunos años, una investigación realizada por profesores de historia, geografía e instrucción cívica puso el dedo en esas llagas: los modos en que la escuela había contribuido a consolidar nuestro imaginario como argentinos. La Argentina en la escuela. La idea de nación en los textos escolares trabajó sobre los relatos consagrados por los viejos manuales y los mapas que consolidaban el mito de la argentinidad. Un exceso de identidad, demasiado dura y arrogante, se desprendía de esos textos en los que se formaron tantas generaciones de argentinos. Los relatos del ejército victorioso iban de la mano de ese destino de grandeza que, si no había podido ser alcanzado, se debía siempre a la conspiración de alguna fuerza antinacional, de adentro o de afuera. Porque ése fue parte del descubrimiento: el nacionalismo excluyente y agresivo que permeaba en los manuales y que modeló nuestro sentido común de argentinos, había operado tanto hacia afuera como hacia adentro. Lo que consolidaban aquellos manuales (que fueron revisados con el retorno de la democracia) era una esencia de la argentinidad, un molde fijo en el que los que no entraban no eran argentinos. Fronteras internas que delimitaban quiénes estaban con la patria y quiénes en contra. Algo que barría con cualquier posibilidad de forjar una idea de nacionalidad atada al pluralismo y la tolerancia.
En los trazos de esos mapas conceptuales tal vez estemos atrapados todavía. La marcha del 18 lo puso en escena otra vez. Ese encierro en los bordes del propio campo que no permite entender razones al otro lado de la frontera. Los que fueron a la marcha son golpistas, duros o blandos, instrumentos de la alienación mediática, meros objetos de una operación judicial y no sujetos de una respuesta ciudadana. Otra vez fronteras calientes. Los que no fueron, los del otro lado, son corruptos, voceros a sueldo, ingenuos o nostálgicos o rebaño irreflexivo del populismo. A un lado y al otro de las fronteras internas, el riesgo sigue siendo -como concluyó Federico Lorenz en la revista Anfibia- aferrarnos tanto "a la propia verdad como a la idea de que extramuros sólo están los bárbaros".
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