Las leyes que cambiaron nuestras vidas
Con el impulso interesado del Poder Ejecutivo, en los últimos años se registró una transformación que modificó, sin el debido debate académico y social, instrumentos legales clave para la organización de la vida nacional
Con el vértigo propio de los cambios que disimulan su verdadero propósito, nuestro país sufrió en los últimos dos años una transformación legal de envergadura, que consolidó un nuevo régimen jurídico-económico a través de cambios a cuatro leyes fundamentales: la Carta Orgánica del Banco Central, la ley de mercado de capitales, la ley de abastecimiento y la unificación de los códigos Civil y Comercial.
Vale la pena detenerse a analizar con serenidad este frenesí legislativo, porque los cambios que impuso, por peregrinos y lejanos que parezcan a primera vista, afectan la cotidianidad de los argentinos.
La primera modificación fue la enmienda de la Carta Orgánica del Banco Central. Tuvo un doble fin: relajar los límites para el financiamiento del gasto público con emisión monetaria y aumentar el poder de control del Banco Central. A tal fin, se cambió su propósito histórico, que dejó de ser "preservar el valor de la moneda", y se lo reemplazó por el de "la estabilidad financiera, la estabilidad monetaria, el desempleo y el desarrollo económico con equidad social". Se ensanchó su capacidad de control y sanción, que abarca la capacidad de imponer tasas, comisiones, aumentar reservas y "direccionar" arbitrariamente el crédito. Además, se incluyó en su órbita no sólo a los bancos, sino también a cualquier persona cuando razones monetarias o cambiaras así lo aconsejen.
La segunda modificación puso su mira en la otra forma de financiamiento: los mercados de capitales. Al igual que con el sistema financiero, la sustancia del cambio radicó en conferir a la Comisión Nacional de Valores amplias facultades, a través especialmente de dos dispositivos que le permiten, de oficio o a pedido de accionistas que representen el 2% (que sería el caso del Estado en muchas empresas luego de la estatización de las AFJP), designar veedores con facultad de veto y, llegado el caso, hasta desplazar al cuerpo directivo por un interventor. Sus poderes comprenden agentes bursátiles y también terceros, cuando realicen actividades relacionadas con la oferta pública.
La tercera modificación avanzó sobre la producción y enmendó la ley de abastecimiento. La nueva ley abarca servicios además de bienes y, a diferencia de la vieja norma, no está limitada al último eslabón de la cadena de producción, sino que peligrosamente comprende cualquier instancia del proceso. El secretario de Comercio es, en este caso, quien concentra el poder de control, que lo faculta a establecer precios mínimos y máximos. Cuenta con dos instrumentos para hacer valer su fuerza. Si una empresa desobedece los precios ordenados, puede ser forzada a continuar produciendo o prestando servicios; de no hacerlo, el secretario de Comercio impone multas que, ante la tozudez del particular, pueden terminar causando su quiebra.
Por último, se unificaron los códigos Civil y Comercial que rigieron nuestros destinos por más de un siglo. Es un cambio de vital importancia, quizá mayor que la reforma de la Constitución, porque estas normas reglan la vida diaria de los argentinos. Este compendio fundamental, de léxico ambiguo, fue aprobado sin el consenso más elemental de la academia ni la sociedad en general. Entre gallos y medianoche, a espaldas de la gente, con el impulso de unos pocos con arrebatos fundacionales. Y a pesar del apuro, se dispuso su entrada en vigor sólo para 2016, con otro gobierno en el poder. Incomprensible.
Lo que sale a la luz del análisis es un entramado de leyes con la misma anatomía y un objetivo común: consolidar una densa concentración de poder en el Estado ante una sociedad que, como contrapartida, pierde prerrogativas, lo que evidencia una regresión al derecho más primitivo. Es un cambio de raíz filosófica, que instituye un preocupante desequilibrio a favor del Estado, abriendo la compuerta a los excesos. Un Estado invasor y dadivoso, que se ocupa de acentuar la relación de obediencia en vez de crear el mejor medio para que las personas desarrollen su potencia.
Se complementa con una peculiaridad en todas las leyes del novel sistema: el uso de un lenguaje que, con la excusa de ser llano, es polisémico y confuso. Algo opuesto a la virtud más elemental que debe tener el derecho, que como ciencia que es requiere precisiones idiomáticas para evitar babelizarse y caer en la incertidumbre del episodio bíblico, tan contraria a la estabilidad jurídica.
Por lo demás, no sorprende que estas leyes hayan sido aprobadas por un Poder Legislativo que cayó en la docilidad, a instancias de un Poder Ejecutivo que se ha convertido en un transgresor sistemático. Es típico de un régimen autoritario que se aprueben muchas leyes con un deficiente funcionamiento institucional.
Visto así, el panorama es desalentador. Queda un año largo hasta que ocurra un cambio de gobierno. Sólo resta reflexionar acerca de dos cuestiones: cómo corregir y cómo evitar que ocurran en el futuro cambios de esta importancia.
En el corto tiempo, la atención estará puesta en la Justicia, que no es popular ni legítima, que precisamente se venda para no ser adjetivada y concentrarse en su tarea: dar a cada uno lo suyo. Una Justicia que emule la de los tiempos del juez Bermejo es el último resguardo que podrá detener un gobierno desmesurado.
En el mediano plazo, los que aspiran a llegar al poder en 2016 deberían comprometerse a revisar estas leyes y, llegado el caso, impulsar su derogación. Por razones republicanas, pero, además, por los intereses concretos de la vida económica: pocas inversiones ocurrirán en la Argentina con un régimen como el hoy imperante. Las oportunidades económicas serias se analizan no sólo bajo el prisma de los números, sino también del de la vilipendiada seguridad jurídica.
Hacia adelante, debería quedar claro que la realidad no se cambia a fuerza de leyes que ceden al Estado el poder de disciplinar y gestionar hasta el ahogo. Un verdadero Estado de Derecho no puede apoyarse en la amenaza y en el miedo. El Estado debe primar, sin dudas, pero no a costa de la reducción de los gobernados.
El autor es abogado.