Las nuevas reglas del juego global
En Modernidad líquida, editado por el Fondo de Cultura Económica, el politicólogo Zygmunt Bauman analiza los cambios radicales de las últimas décadas y los alcances simbólicos de las nuevas guerras internacionales
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En los tiempos modernos, la nación fue "la otra cara" del Estado y su arma principal en el logro de soberanía territorial y poblacional. Gran parte de la credibilidad de la nación y de su atractivo como garante de seguridad y duración deriva de su íntima asociación con el Estado, y -por medio del Estado- con las acciones destinadas a concretar la certeza y la seguridad de los ciudadanos sobre la base sólida y confiable de la acción colectiva. En las condiciones actuales, de poco le sirve a la nación su estrecho vínculo con el Estado. El Estado tampoco puede esperar mucho del potencial de movilización de la nación, cada vez menos necesario, ya que los ejércitos reunidos por el frenesí patriótico han sido reemplazados por aplomadas y profesionales elites de alta tecnología, y la riqueza del país ya no se mide por la calidad, la cantidad y el espíritu de la fuerza laboral sino por la seducción que pueda ejercer sobre las frías fuerzas mercenarias del capital global.
En un Estado que ha dejado de ser un puente seguro para trascender la prisión de la mortalidad individual, el llamado a sacrificar el bienestar individual, y hasta la vida individual, por la preservación de la gloria del Estado suena vacuo y grotesco, e incluso cómico. El romance de siglos entre la nación y el Estado toca a su fin: no se ha producido un divorcio, sino mas bien se ha establecido entre ellos un acuerdo "de convivencia" que reemplaza el vínculo marital basado en la lealtad incondicional. Ahora, los cónyuges son libres de mirar hacia otra parte y de sellar nuevas alianzas; su sociedad ya no es el patrón obligatorio de una conducta correcta y aceptable. El andamio institucional capaz de mantener entera a la nación es cada vez mas concebible como una tarea de bricolage casero. Los sueños de certidumbre y seguridad -y no el aprovisionamiento rutinario y práctico de esas necesidades- deberían estimular a los individuos huérfanos a ponerse bajo el ala de la nación en su búsqueda de la elusiva seguridad.
Parece haber poca esperanza de rescatar los servicios estatales que proporcionaban certidumbre y seguridad. La libertad de la política estatal se ve permanentemente socavada por los nuevos poderes globales equipados con las pavorosas armas de la extraterritorialidad, la velocidad de movimiento y la capacidad de evasión/ escape; los castigos impuestos por violar la nueva ley global son rápidos y despiadados. De hecho, la negativa a jugar la partida según las nuevas reglas globales es el delito más duramente castigado, un crimen que los poderes estatales, atados al suelo por su propia soberanía definida territorialmente, deben evitar cometer a cualquier precio.
Casi siempre ese castigo es económico. Los gobiernos insubordinados, que prefieren las políticas proteccionistas o generosas provisiones públicas para los sectores "económicamente redundantes" de sus poblaciones, y que se resisten a dejar su país a merced de los "mercados financieros globales", no reciben préstamos y tampoco se les concede reducción alguna de sus deudas; sus monedas nacionales se convierten en leprosas globales, sufren maniobras especulativas adversas y devaluación forzosa; la bolsa local cae, el país termina acordonado por sanciones económicas y condenado a ser tratado como paria por pasados y futuros socios comerciales; los inversores globales empacan sus pertenencias y se llevan sus valores, dejando a las autoridades locales la tarea de limpiar los restos y de ocuparse de los desempleados.
Ocasionalmente, sin embargo, el castigo no se limita a "medidas económicas". Los gobiernos particularmente obstinados (pero no suficientemente fuertes como para resistirse durante mucho tiempo) reciben una lección ejemplar, destinada a advertir y asustar a sus potenciales imitadores. Si la diaria y rutinaria demostración de la superioridad de las fuerzas globales no basta para obligar al Estado a entrar en razón y cooperar con el nuevo "orden mundial", les toca el turno a las fuerzas militares: la superioridad de la velocidad sobre la lentitud, de la capacidad de eludir, de la extraterritorialidad sobre la localidad, todo eso se manifestará de modo espectacular, esta vez por medio de fuerzas armadas especializadas en tácticas de "atacar y desaparecer" y en la estricta división entre las "vidas que deben ahorrarse" y las vidas que no vale la pena salvar.
Desde el punto de vista ético, aún está abierto el debate con respecto a si la guerra contra Yugoslavia fue conducida de manera adecuada. Sin embargo, esa guerra tenía sentido como forma de "promover el orden económico global por otros medios, medios no políticos". La estrategia seleccionada por los atacantes funcionó bien como espectacular despliegue de la nueva jerarquía global y de la nuevas reglas de juego que la sustentan. De no ser por los miles de "víctimas" y por las ruinas que quedaron de un país privado de sustento y de capacidad de autorregeneración durante muchos años, podríamos hablar de una "guerra simbólica" sui generis : la guerra, su estrategia y sus tácticas fueron un símbolo de la emergente relación de poder. El medio fue, por cierto, el mensaje.
El juego de la dominación en la época de la modernidad líquida ya no disputa entre "los más grandes" y "los más pequeños" sino entre los más rápidos y los más lentos. Dominan los que son capaces de acelerar excediendo el poder de alcance de sus oponentes. Cuando la velocidad significa dominación, la apropiación, la utilización y la población del territorio se convierten en un handicap -una desventaja, no una ventaja-. El hecho de apropiarse o, peor aun, de anexar la tierra de otro implica inversión de capital y engorrosas y costosas tareas administrativas y políticas, responsabilidades, compromisos... y, sobre todo, limita considerablemente la futura libertad de movimientos.
No es posible prever con claridad si se entablarán otras guerras de "ataque y desaparición", dado que el primer intento terminó por inmovilizar a los vencedores... cargándolos con todas las molestas tareas de la ocupación territorial y de la responsabilidad administrativa, ocupaciones que no están en sintonía con las técnicas de poder de la modernidad líquida. El poder de la elite global se basa en su capacidad de eludir compromisos locales, y se supone que la globalización evita esas necesidades, dividiendo tareas y funciones de tal manera que sólo las autoridades locales deben hacerse cargo del rol de guardianes de la ley y el orden (locales).
De hecho, podemos advertir muchas señales de que los victoriosos están abocados a la reflexión: la estrategia de una "fuerza policial global" está sometida una vez más a un intenso escrutinio crítico. Entre las funciones que la elite global prefiere dejar en manos de los estados-nación, convertidos en comisarías locales, muchos incluirían los esfuerzos destinados a resolver los conflictos de los barrios bajos; se ha dicho que la solución de dichos conflictos debería "descentralizarse", reasignándoles un lugar inferior dentro de la jerarquía global -a pesar de los derechos humanos- y dándoles "el lugar que merecen" al pasarlos a las manos de los "señores locales", quienes poseen armas gracias a la generosidad del "interés económico bien entendido" de las empresas globales y de los gobiernos ansiosos de promover la globalización. Por ejemplo, Edward N. Luttwak, miembro titular del Centro Norteamericano para la Estrategia y los Estudios Internacionales, y por muchos años un confiable barómetro de los cambiantes ánimos del Pentágono, pidió, en el número de julio-agosto de 1999 de la publicación Foreign Affairs que "se le dé una oportunidad a la guerra". Las guerras, según Luttwak, no son del todo malas, ya que conducen a la paz. Sin embargo, sólo habrá paz "cuando los beligerantes se agoten o cuando uno gane de manera decisiva". Lo peor (y eso es justamente lo que hizo la OTAN) es detenerse a mitad de camino, antes de que la agresión termine por mutuo agotamiento o por incapacitación de uno de los bandos. En esos casos los conflictos no se resuelven, sino que se congelan temporariamente, y los adversarios emplean el tiempo de tregua rearmándose y repensando sus tácticas. De modo que, por nuestro bien y por el de ellos, es mejor no interferir "en las guerras de otros".
El pedido de Luttwak seguramente encontrará oídos atentos y agradecidos. Después de todo, por lo que se ha visto a partir de "la promoción de la globalización por otros medios", abstenerse de intervenir y permitir que la guerra llegue a su "fin natural" por desgaste hubieran reportado los mismos beneficios sin tomarse la molestia de intervenir directamente "en las guerras de otros", y sin involucrarse en las engorrosas y estériles consecuencias. Para aplacar la conciencia que exige la decisión imprudente de entablar una guerra bajo una bandera humanitaria, Luttwak señala la obvia inadecuación de la intervención militar: "aun una intervención desinteresada y en gran escala puede resultar inútil para alcanzar un fin humanitario. Uno llega a preguntarse si los kosovares no estarían mejor si la OTAN no hubiera hecho nada". Probablemente hubiera sido mejor para las fuerzas de la OTAN seguir tranquilamente con su entrenamiento diario, dejando que los locales hicieran lo que tenían que hacer.
La causa de tanta reflexión a posteriori , que llevó a que los vencedores lamentaran su intervención (oficialmente proclamada como un éxito), fue que no pudieron evitar la misma situación que la estrategia de "ataque y desaparición" procuraba prevenir: la necesidad de invadir, ocupar y administrar el territorio conquistado. Cuando los paracaidistas descendieron sobre Kosovo, ya se había logrado impedir que los beligerantes se mataran a tiros, pero la tarea de mantenerlos a distancia hizo que las fuerzas de la OTAN "cayeran del cielo" y se hicieran responsables de la caótica realidad reinante. Henry Kissinger, un analista sobrio y perceptivo y un gran maestro de la política entendida (de manera un poco anticuada) como el arte de lo posible, advirtió que sería un error volver a responsabilizarse de la recuperación de las tierras devastadas por los bombardeos. Ese plan, señala Kissinger, "corre el riesgo de convertirse en un compromiso eterno que provocará mayor involucramiento, y que nos hará ocupar el rol de gendarmes de una región llena de odio en la que tenemos pocos intereses estratégicos". El "involucramiento" es precisamente lo que desean impedir las guerras que pretenden "promover la globalización por otros medios". La administración civil, agrega Kissinger, inevitablemente produciría conflictos, y a ella le tocaría la tarea, costosa y éticamente dudosa, de resolverlos por la fuerza.



