
Las palabras y las cosas: el sentido social del lenguaje
Según se relata en la Biblia, Dios puso al hombre en el Jardín del Edén para que lo cuidase y lo cultivase, y le otorgó señorío responsable sobre todo ser viviente, habilitándolo para ello a designarlos con un nombre, deslizando de este modo el mérito intrínseco que encarna la potestad de nominar. “Porque cada ser viviente debía tener el nombre que le pusiera el hombre” (Génesis 1.19).
En una rica intersección entre filología y metafísica, numerosos poetas, novelistas, filósofos, pensadores en disciplinas diversas han reflexionado acerca de la existencia de un vínculo entrañable entre el lenguaje y la realidad predicada. ¿Las cosas son en tanto nominadas o son lo que son con independencia de su denominación?
Se abre un vasto horizonte, tal vez infinito y perpetuo, es decir, no finito en espacio ni en tiempo, algo que no finaliza. La enigmática descripción borgiana del globo terráqueo entre dos espejos.
Lo cierto es que en el momento en que alcanzamos un consenso sobre el modo en que se denomina algo se disipa la confusión, se consolida el diálogo, se precipita la unión entre dos o más, se sientan las bases del lenguaje, y en buena medida se aporta a los principios de la convivencia. Pocas cosas más configurativas de identidad y unión en una sociedad que el consenso que requiere y acredita el idioma común.
Transmitir a alguien un sentimiento de amor mediante la palabra, con la ilusión de iniciar o continuar un diálogo, requiere que la respuesta se elabore mediante términos que sean comprensibles, no de cualquier manera. La comunicación no es caprichosa, es consecuencia del arbitrio de la decisión común, explícita o implícita, y de la historia cultural de los pueblos que integran quienes se comunican. Ser libre no es poder decir algo de cualquier manera, sino elegir la forma de decirlo de modo preconcebido para poder ser entendido y apreciado. ¿Qué clase de libertad es aquella presunta libertad que me impone la vacía y estruendosa soledad de la incomprensión? Cada persona con su lenguaje es, permítaseme la paráfrasis, un flagrante mecanismo de dominación.
La libertad es la autodeterminación hacia el bien. Y, como su opuesto en esencia, el individualismo exacerbado de la neoposmodernidad es la matriz de lo disolvente.
En el mundo jurídico, el vínculo entre las palabras y las relaciones jurídicas ha exhibido en los tiempos ejemplos diversos.
En el sistema romano clásico los nexos contractuales se fundaban en manifestaciones de la voluntad en las cuales se atendía a dos aspectos relevantes; el impacto en los sentidos, para confirmar la formalización del acuerdo y favorecer su prueba ulterior, y la utilización de nombres en conexión con las especies de contratos. Cuando se celebraba una mancipatio (contrato verbal formal y solemne con el que se transmitía la propiedad de ciertas cosas) se requería la presencia del libripens (funcionario que intervenía pesando en una balanza el metal con el que una de las parte pagaba el precio de la cosa transmitida) y los contratantes no necesitaban demasiada reflexión sobre lo que estaban haciendo, celebraban una mancipatio. En la actualidad, se reconoce una clasificación de los contratos que los distingue entre nominados e innominados, pero no tienen las denominaciones una pretensión de virtualidad sustantiva como en algunos sistemas antiguos.
Un momento culminante en el proceso de formación del pensamiento jurídico de la modernidad fue la denominada “querella de la pobreza”. En el siglo XIV, la Orden de los Franciscanos enfrentó una situación centrada en el debate respecto de si dicha Orden podía ser propietaria de bienes, no obstante el voto de pobreza que le es consustancial. Este debate provocó un muy conocido contencioso entre el papado, cuya cabeza era entonces Su Santidad Juan XXII, y la Orden franciscana. Filósofos franciscanos como Duns Scoto y Guillermo de Occam argumentaron, a favor del mantenimiento de los bienes en el seno de la Orden, que, en materia de dominio de las cosas, había que distinguir entre los jura fori, que representaban el dominio pleno, y los jura poli, que siendo de derivación divina permitían el uso y goce sin configurarse una propiedad en violación al impedimento derivado del voto de pobreza. Exposición inigualable y primigenia del nominalismo, las reflexiones desarrolladas con motivo de esa discusión tan relevante, constituyeron un hito en el camino hacia un voluntarismo radical.
El sentido social e histórico que tiene el lenguaje, requiere la construcción de una forma de comunicarse, adecuada a un tiempo y a un espacio, con aceptación por parte del prójimo y privilegiando criterios de fortalecimiento de los lazos comunitarios, evitando así el aislamiento y la desintegración que presuponen una torre de Babel de voces incomprensibles.
Procurador de la Provincia de Buenos Aires






