Las raíces nacionales del egoísmo
Si no logramos moderar nuestra tendencia al individualismo, si no estamos dispuestos a sacrificar algo de nuestras posiciones personales, será difícil consolidar un proyecto colectivo de país
En los albores del siglo pasado, muchos intelectuales pusieron su atención en caracterizar un prototipo humano argentino. Sarmiento, preocupado por formar una nación moderna con habitantes que fuesen a su vez ciudadanos de una democracia representativa, había recomendado atraer como inmigrantes a agricultores y obreros europeos y maestras norteamericanas.
En ese contrapunto de "civilización o barbarie", expresó en no pocas oportunidades su desprecio al gaucho matrero, frecuente integrante de las "montoneras" que comandaban los caudillos del interior.
La línea de reivindicación del pasado ha permanecido en los debates culturales y también en la consideración social, erigiendo al gaucho en prototipo de valores ancestrales -el coraje, la lealtad a una causa, el cumplimiento de la palabra empeñada, el amor a la tierra, el patriotismo- frente a la mixtura provocada por el advenimiento de la inmigración y del progreso.
En Radiografía de la Pampa, Ezequiel Martínez Estrada habló de fuerzas telúricas que se enfrentan con fuerzas mecánicas, en tanto que, con un estilo tal vez menos duro y riguroso, pero de mejor construcción literaria, Eduardo Mallea en su Historia de una pasión argentina encontró las fortalezas del carácter nacional y de una conducta moral íntegra en las tradiciones del pasado.
La búsqueda del ser nacional sigue siendo un tema abierto y no es baladí reconocer que, a pesar del poco tiempo transcurrido desde nuestra emancipación, tenemos una identidad como país aun cuando no sea equiparable al desarrollo histórico de los Estados nacionales europeos.
Lo notable, en todo caso, es que existan ciertas características que, más allá de que pueda gustarnos aceptarlas como propias o no, se han evidenciado a lo largo de los años. Entre ellas se destaca, como patrimonio común de los argentinos, una particular y marcada inclinación hacia el egoísmo y la autovaloración.
El último gran representante de la generación de 1880, Joaquín V. González, en un conjunto de artículos publicados en este diario que se denominó "El Juicio del Siglo", expuso como relevante y trágica consecuencia la llamada "ley del odio", más propensa a enfrentar y a destruir que a construir un proyecto colectivo de vida en común.
Parecería que una fuerza ermitaña y desconocida, que parte en buena medida de una desconfianza, en vez de procurar acercarse para comprender las razones del otro, prefiere manifestar rechazo como acto reflejo. Incluso en muchos casos acompaña el rechazo fundado y preventivo con una extraña y llamativa carga de resentimiento que lleva a no ceder ninguna posición individual en aras del bien común. Ése es, precisamente, el meollo del problema: no puede alcanzarse ningún proyecto colectivo o solidario sin sacrificios y cesiones en el ámbito de las posiciones personales.
Y, si acaso faltase agregar algún condimento adicional a este cóctel ya de por sí complejo, cabría destacar un dato frecuente en el ámbito de la historia política e institucional, el espíritu faccioso que llevó a Félix Luna a escribir los Conflictos y Armonías en la Historia Argentina. Allí ejemplificó nuestro derrotero como un permanente enfrentamiento entre tendencias en pugna, que sólo en algunas oportunidades excepcionales y minoritarias alcanzan principios de acuerdo, pero que luego suelen desvanecerse.
Un ejemplo paradigmático de lo que venimos diciendo se encuentra en el fútbol. Para los aficionados a un club suele ser a veces más importante su equipo que el seleccionado nacional. Si se trata de seguidores fanáticos o de hinchas -que no son pocos-, muchas veces también se antepone la preferencia por la derrota del rival clásico que por sobre el propio triunfo del equipo de sus amores.
La viveza criolla contribuye a explicar el egoísmo, como así también el talento individual de muchos argentinos que se han destacado en las más variadas disciplinas culturales, científicas y deportivas, casi siempre como consecuencia de grandes sacrificios y esfuerzos individuales. Sin embargo, el resto de los compatriotas considera que les corresponde naturalmente compartir esos logros como propios, arrogándose los méritos y haciendo indisimulada gala de eso.
Estas notables -y lamentables- tendencias ególatras, basadas en un exceso de autoestima y en una falsa creencia de superioridad, conforme la cual "Dios es argentino", descansan en realidad en una disminuida valoración cultural y en una muy mala apreciación de nuestra ubicación universal. Hay en el fondo un escaso conocimiento del mundo circundante, que es tomado con un dejo de desdén e ironía tal vez basado en parte en nuestra lejana ubicación geográfica.
El personalismo sobrepasa los niveles bajos y medios de la población para evidenciarse particularmente en los sectores más altos de la escala social. Es allí donde produce verdaderas hogueras de vanidades; cuántas personas hay que, si bien pueden tener algún mérito, suelen exhibir más bien una elevada y desmesurada opinión sobre ellas mismas y que en poco o nada contribuyen a nuestra realización colectiva y cuyo punto de vista y atención se encuentra puesto, exclusivamente, en su provecho, su éxito individual y -sobre todo- en el reconocimiento que alcancen. Por supuesto, lo considerarán siempre como un acto de elemental y estricta justicia, fundado en un pretendido orden natural de las cosas.
Pero afortunadamente en nuestra sociedad también aparecen con mucha frecuencia notas de solidaridad muy destacadas que nos colocan a la vanguardia de la consideración de los otros. En la política, en cambio, esa sociedad no se siente representada por los dirigentes, que en muchos casos -hay excepciones- privilegian sus carreras individuales, en las que ponen toda su energía y atención.
Nuestro sentido crítico es tan fuerte que a veces resulta desmesurado y descarnado, superando a los propios estadounidenses. Lo expresamos en la literatura, la prensa, el cine y el teatro. Muchas de estas expresiones culturales muchas veces son proyectos pequeños, autofinanciados, que responden a un notable talento y a una gran creatividad que desde el exterior se reconoce con admiración.
Un pueblo tan participativo no merece que los candidatos a la Presidencia de la Nación no se avengan a mantener un debate público frente a las cámaras de televisión con el mezquino argumento de que el que va adelante en las encuestas le da ventaja al segundo porque tiene menos que perder.
Hace algunos años, un candidato que triunfó en la primera vuelta en las elecciones presidenciales no se presentó a la segunda cuando advirtió en las encuestas que el voto negativo lo vencería. Presentó su huida de la contienda como un "renunciamiento histórico", subestimando a un electorado convocado a las urnas que tenía el derecho a que el presidente electo alcanzara el consenso requerido por la Constitución, que consiste en el 45% de los votos o el 40% con 10 puntos de diferencia con respecto al segundo.
A los ciudadanos, cualquiera sea el lugar que ocupemos en la estructura institucional o en las diferentes ocupaciones que tengamos en nuestra vida personal o profesional, se nos presenta una disyuntiva de hierro: seguir justificando y disimulando las consecuencias negativas de muchas conductas egoístas en todos los ámbitos, o bien, y de una vez por todas, subordinar nuestras posiciones individuales al proyecto común de nación.
No perderemos la libertad por ello. Por el contrario, podría suceder que nos encontráramos con la sorpresa de que, para que ella sea una realidad, tengamos que seguir el norte marcado por la Constitución nacional, el arca guardadora de nuestras más sagradas libertades.
El autor es juez de la Cámara Nacional Electoral y miembro de númerode la Academia Nacionalde Ciencias Morales y Políticas
Alberto Dalla Vía