
Lo previsible causa sorpresas inexplicables y el relato cede al imperio de la vieja política
Nadie se ocupa de enmendar un sistema que acumula fracasos que está condenado a repetir; ¿pretendemos que los problemas se resuelvan por generación espontánea, sin esfuerzos por promover las reformas necesarias?
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El funcionamiento de un sistema político no depende de las ideologías, las intenciones, los valores ni la trayectoria profesional de sus protagonistas. Tampoco de los partidos o de las agrupaciones a las que pertenecen ni, menos aún, de sus ambiciones, prejuicios o habilidades para negociar. Por el contrario, su lógica y performance se explican a partir de las reglas, formales e informales, con las cuales se estructuran; que, a su vez, constituyen mecanismos de regulación siempre subóptimos, imperfectos y con ciertos sesgos: quienes los definen buscan llegar o mantener el poder. Con el paso del tiempo, esas reglas sobreviven múltiples crisis, son testeadas en coyunturas dramáticas que forjan una cultura, se vuelven historia, se prueban a sí mismas en atributos como la resiliencia y la adaptabilidad a entornos diferentes. Así, terminan impregnando el prisma a partir del cual los actores políticos entienden y procesan los conflictos, canalizan sus legítimas aspiraciones, definen las prioridades de una agenda que, por lo general, ha tendido últimamente a alejarse de las genuinas demandas de la ciudadanía.
Existen reglas que favorecen la competencia interna para definir democráticamente la composición de la oferta electoral y otras que las obturan. Algunas sociedades tienden a favorecer la resolución dialogada, pacífica y consensuada de las naturales controversias que surgen como resultado de cuestiones materiales y simbólicas que caracterizan la interacción humana, en especial cuando se trata del acceso al poder político: no suelen predominar aquí las “almas bellas”, caritativas, generosas y altruistas, sino líderes de carne y hueso con sus mochilas llenas de ambiciones, errores, pecados y egoísmos. La nuestra, lamentable y evidentemente, tiende a favorecer la confrontación, el conflicto y la potenciación del disenso, aun sobre temas en los que, en principio, existe un piso común de acuerdos fundamentales. Esto ocurre, como es natural, entre distintas fuerzas o espacios políticos, pero también, y especialmente, en las respectivas “internas”. La ausencia de liderazgos establecidos y respetados, de dirigentes con prestigio, arraigo e influencia, acentúa la incertidumbre y la volatilidad en cualquier esfuerzo de negociación.
Existen mecanismos muy efectivos para transparentar y controlar el financiamiento de la política en general y de las elecciones en particular. La Argentina decidió ignorarlos y admitir crecientes flujos de dinero de origen por lo menos cuestionable, cuando no se trata de maniobras de lavado de recursos provenientes de la corrupción y del crimen organizado. Asimismo, buena parte del personal político se financia con cargos públicos o con el manejo de contratos (tipo Chocolate Rigau). Muy a menudo, los cargos electivos se venden al mejor postor. Así funciona desde 1983, sin solución de continuidad. La llegada de LLA al poder no modificó en absoluto estos comportamientos. Por el contrario, los reprodujo y perfeccionó sin reparos. Hasta las peleas son idénticas a las del resto de los espacios a los que se proponen reemplazar: patalean los que quedaron o se sienten perjudicados por el reparto de candidaturas.
Considerando lo anterior, llaman poderosamente la atención la sorpresa, la alarma y hasta la catarata de indignación de una parte de nuestra sociedad respecto del bochornoso espectáculo que mostró la política bonaerense el fin de semana pasado, durante el cierre de las listas para las elecciones del 7 de septiembre. Si nada cambió en las reglas existentes, si el esquema político de la provincia funciona igual de mal que siempre, ¿por qué esperar algo diferente? En rigor, la suspensión de las PASO le agregó una mayor cuota de desorden al siempre complejo, conflictivo y confuso mecanismo de integración de listas de candidatos. No es que las primarias constituían un sistema irreprochable (ninguno lo es, todos tienen fortalezas y debilidades, costos y beneficios), pero ordenaba parcialmente la puja de nombres y facciones con la alternativa de definirlo en elecciones administradas por la autoridad nacional o provincial, es decir, sin las típicas dudas que natural y entendiblemente generan los oxidados y vetustos aparatos partidarios. Con excusas diferentes, algunas bastante plausibles (el gasto y las molestias generadas a la ciudadanía), su puesta en pausa contribuyó a que el degradante espectáculo de la repartija de lugares en las listas antes de la fecha límite (lo mismo o peor se observa en la conformación de los gabinetes, otra de las instancias en que imperan las traiciones y fechorías más indignas) mostrara una de las caras más oscuras de un sistema que nadie se ocupa de enmendar y, por lo tanto, acumula fracasos que está condenado a repetir. ¿Acaso pretendemos que los problemas se resuelvan por generación espontánea, sin esfuerzos genuinos por promover debates y reformas que intenten evitar las mismas trampas de siempre?
Advertencia un tanto pesimista: sería más lógico preocuparse y escandalizarse por las causas más que por las consecuencias de estos mecanismos perversos, tanto o más vigentes que antes, gracias al acuerdo implícito y explícito entre la vieja y la “nueva” política, si es que tal diferencia todavía existe o alguna vez existió. La arbitrariedad y el poder de quienes ostentan la lapicera hicieron que muchos actores que creyeron que podían influir en la negociación por historia, contactos o peso simbólico quedaran afuera sin importar la cantidad de horas que pasaron posteando en X o militando las distintas causas en los streamings hoy tan de moda.
¿Cuándo fue la última vez que la sociedad argentina se propuso debatir con una mirada amplia e integral, sin buscar ventajas personales o sectoriales, sino la mejora del funcionamiento del sistema democrático y la definición de reglas del juego para promover una interacción provechosa, dinámica, inclusiva y participativa de los principales actores? ¿Cuándo se analizaron a fondo potenciales mecanismos de control de las principales decisiones públicas, incluidas aquellas que regulan la vida partidaria, como la promoción de nuevas figuras y la selección de los candidatos? Nunca. ¿Alguna vez hicimos el esfuerzo genuino para que nuestro sistema político funcione mejor, si no en el nivel nacional, al menos en alguna provincia? Jamás. ¿Por qué supondríamos que puede haber una mejora, aunque sea marginal? Sin un cambio de rumbo, solo se profundizarán más la decadencia, el vale todo, la ley del talión. Es decir, la negación misma de la política democrática, con el natural respeto por las diferencias, de formas y de fondo, que puedan existir.
El sistema político democrático (su legitimidad, prestigio, imagen) es muchísimo más importante que cualquier elección, partido, líder o interés sectorial. En esta dura época en la que son tan comunes los embates contra la cultura democrática, es esencial mantener encendida la llama de la racionalidad, el respeto por las disidencias y la conciencia de que es el conjunto de los intereses más diversos lo que debe congeniar para definir las prioridades de una sociedad y los instrumentos para alcanzar los objetivos estratégicos.
Sin diálogo, nada de esto es posible. Los gritos, los caprichos o las exigencias de disciplina y lealtad absoluta a un líder, causa o partido político no contribuyen a crear el entorno de respeto ante la discrepancia en una conversación pública plural, apasionada pero comprometida con la necesidad de alcanzar acuerdos perdurables mediante un proceso de deliberación e intercambio amplio, con resultados concretos, medibles y auditables.
No podemos lamentarnos de no lograr lo que no nos proponemos. Tampoco sirve alegar vocaciones de cambio contradichas por actitudes que remiten a lo peor de nuestro poco edificante acervo de usos y costumbres. Declamar ser “lo nuevo” cuando se reitera lo peor de lo viejo implica lanzar un bumerán que, más temprano que tarde, pondrá de manifiesto que solo se trató de una narrativa hipócrita y carente de todo fundamento.





