Lo que falta es la utopía
La vida democrática argentina se refundó en 1983. Raúl Alfonsín ganó aquellas elecciones tras una larga campaña, poniendo el cuerpo en más de 800 actos en todo el país y acompañado por el entusiasmo de su partido y de otras fuerzas políticas de tradición democrática. Llevaba en el bolsillo un programa de gobierno con grandes y pequeños temas, no siempre ordenados por prioridades ni importancia. Pero lo que todos recordamos es que enarboló, en el largo recorrido, el Preámbulo de la Constitución nacional como llamador de multitudes.
Intrigante conjuro, pues en aquel tiempo el Preámbulo ¡era ya un anciano de 130 años! Y si bien es cierto que solía recitarse en los colegios como parte de la instrucción ciudadana, no había alcanzado la consagración de lo popular. Cuando niño, al escucharlo por primera vez, me pregunté por qué empezaba con "Nos" en lugar de "Nosotros". ¿Qué tenía aquel credo?
El Preámbulo era un sueño, una utopía, con los pergaminos del tiempo y de la sabiduría atemporal de contener casi todas las definiciones de una democracia moderna. Más algunas marcas indelebles del espíritu genuinamente liberal de la identidad argentina. Cuando dice "para todos los hombres del mundo" parece estar llevando a los aires constitucionales la frasecita precursora con que Manuel Belgrano se define en una carta a su madre, desde España, en 1790: "La patria de los hombres es el mundo habitado".
Alfonsín enarboló su utopía mirando a los ojos de propios y extraños. Y la gente lo siguió. A medida que avanzaba su gobierno, la sucesión de realizaciones morales, políticas, sociales, económicas e internacionales levantaba un edificio nuevo, pero siempre parecía que faltaba más, acaso con el eco de aquel credo tan abarcativo. Después, la realidad de las dificultades enormes y los daños sociales esmeriló la potencia del gobierno. Y en los tramos finales quedó un regusto de frustración. Alfonsín no alcanzó, su utopía no fue.
En verdad, todas las utopías llevan inscripto el fracaso como componente forzoso, porque implican una dosis de desmesura que les da color. Pero a los argentinos nos conviene recordar que la utopía ha sido la pasajera festiva de la fundación y la construcción del país, el ingrediente reiterado de las ideas políticas y la prenda de los más acalorados debates de dos siglos. Y que los abanderados de esas utopías fueron tildados de "locos" y combatidos con saña. El desequilibrado Mariano Moreno, el "loco Rivadavia" -según mote dado por Echeverría-, el "loco Sarmiento", por recordar a los más lejanos. Moreno fracasó, pero nos dejó el proyecto continental, la emancipación de los indígenas -empeño también de Castelli y Monteagudo, entre otros- y la Biblioteca Nacional, por ejemplo. Rivadavia partió al exilio políticamente derrotado, pero implantó el sufragio universal, nutrió a la Universidad de Buenos Aires y creó el Archivo y el Museo de Ciencias Naturales. Sarmiento no pudo traer al casi millar de maestras norteamericanas que pretendía, pero "fracasó" consiguiendo apenas unas decenas, que hicieron la revolución de nuestra enseñanza.
Sobre esas utopías de progreso interno y proyección mundial, el siglo XX trajo a los argentinos otros sueños con los trabajos de los líderes y movimientos populares. Yrigoyen y Perón entusiasmaron a las mayorías con la promesa de la igualdad, y si sus trabajos resultaron inconclusos, nos dejaron una práctica de inclusión que hace de nuestro país un modelo sudamericano. Con parecido énfasis predicaron el ejercicio de la independencia en el marco internacional con el "los pueblos son sagrados para los pueblos" de Yrigoyen y "la tercera posición" de Perón.
A esas utopías de la acción pública podría referirse una historia de las instituciones y la construcción colectiva, y es pertinente. Pero la atracción argentina por las utopías ha tenido y tiene aún otro ingrediente: los millones de inmigrantes que poblaron el país y los que siguen llegando portan su utopía familiar y personal, lo que los primeros conquistadores españoles llamaban "ir a más". Salvo grupos minoritarios, nuestros inmigrantes no son ni han sido fugitivos, sino buscadores de progreso, de bienestar, de otra cosa mejor. E incluso vale anotar que los grupos minoritarios en sus utopías políticas calentaron las luchas por el progreso social. Así, curiosamente, la utopía patricia se mezcló y se sigue mezclando con la utopía inmigrante. Y ambas son el gran sueño del país. La utopía es un sentimiento o un mandato profundamente hincado en la identidad argentina.
Debemos recordar que semejante motor ha hecho el país. Por lo que se logró en cada ocasión, pero también por lo que no se logró y dejó su residuo. El residuo es nuestra argamasa. Y acaso la utopía sigue siendo nuestro anhelo. Por lo menos en el momento de pensar en la acción pública, de procurar juntarnos en un esfuerzo compartido. ¿Qué esfuerzo?
Si la utopía es un ingrediente axial de nuestra identidad pública y privada, no la encuentro en la presente campaña presidencial. Y tal vez por eso nos sintamos tan grises, tan rabiosamente ajenos, tan cansados. Falta la canción del caminante que nos nutra el paso, como en todos los pasados y no tan pasados "buenos tiempos". Ojalá persista la parábola argentina de utopías incitantes que, en su falla, dejan un residuo capaz de construir futuro. ¿O hay razones para temer que el país por venir no reciba, de este presente sin sueños, ningún residuo vivificador? Ese residuo es esencial, aunque arrastre defectos.
Sin ir más lejos, la utopía del Preámbulo enarbolado por Alfonsín tropezó con la adversidad y se desflecó en el tiempo, pero nos dejó un residuo: la democracia inesperadamente longeva en que vivimos.