Lo que nos ocurre no es inevitable
Al caso específico de la Argentina puede aplicársele la certera observación de Walter Benjamin: "La humanidad, que en otra época, con Homero, fue objeto de contemplación para los dioses olímpicos, es ahora objeto de contemplación para sí misma. Su alienación de ella por ella misma ha alcanzado el grado que le hace vivir su propia destrucción como una sensación estética de primer orden". Del mismo modo, puede sospecharse que el espectáculo de la desdicha argentina no se detiene porque nos posee, no sólo como actores de ella sino como espectadores que extraen un secreto gozo de ese espectáculo mismo.
Aquello por lo que sufrimos es una extraña fuente de regocijo, al comprobar que hemos acertado nuestros pronósticos más oscuros. En la percepción que tenemos sobre el país se ha producido una gigantesca canalización del cinismo de los que lo habitamos, y su efecto no ha sido inocuo. Es un cinismo que nos guardamos de aplicar a la esfera de nuestra vida privada, porque la destrozaría de inmediato, pero que se exorciza enteramente en la esfera pública mediante la desvalorización de nuestras posibilidades como conjunto.
En privado hablamos de la Argentina como si fuera una peste que le acaece a un tercero y de la que hay que librarse. Es obvio, sin embargo, que somos nosotros los virus que inoculamos la peste al hacer esa interpretación. Porque la percepción que tenemos de la Argentina no describe la realidad sino que la crea. La percepción precede a los acontecimientos, y tarde o temprano éstos obedecen sus dictados, tarde o temprano.
Acaso la Argentina sufre y ha buscado tocar fondo para librarse de esta percepción que en conjunto le hemos infundido, como si quisiera purgar algo de sí misma, esa misma visión,como un cuerpo que intentara suicidarse cuando, al juzgarlo frente al espejo, su propio portador lo considera monstruoso y merecedor de lo peor. Y un gozo adicional se desprende también de la voluntad de autocastigo que tiene todo aquel que reniega de sí.
Un título que utilizó en estos días el diario norteamericano The New York Times , con referencia a un default que se presenta como difícilmente evitable, es una síntesis interesante de ese mandamiento autoimpuesto que obedecemos: "Para la Argentina, lo inevitable sólo puede ser pospuesto". Bajo este título no se enumera sólo un diagnóstico económico, sino que se reproduce el lema exacto del modo como los argentinos nos hemos percibido a nosotros mismos en las últimas décadas, y del que hemos logrado convencer a nuestros intérpretes externos. No es que en el exterior no nos crean, sino que creen exactamente en esta percepción que hemos emitido.
Seguir extrapolando hacia el futuro tanto el pasado como nuestro dramático presente, a los efectos de trazar nuestros pronósticos sobre la Argentina, es una forma de esclavitud mental, una forma extrema de obediencia a la desdicha, una forma de sobreadaptación a la realidad, de domesticación vital, de delegación de nuestro destino, y una profunda modalidad de gozo con nuestro fracaso.
El país es comprendido todavía como un meteorito que ha caído sobre nuestras cabezas, y no como algo que debe crearse. Y de esta interpretación fatalista de la Argentina se desprende el gozo de sentir que tenemos una responsabilidad amortiguada sobre nuestro propio destino.
No estamos condenados
A la vez, en toda percepción de predestinación gobiernan, en el fondo, las ideas de condena y redención. Pero no estamos condenados ni necesitamos una figura redentora que nos salve, como se ha buscado tantas veces en el pasado. El país es hoy una olla a presión, que para liberar sus fuerzas puede hacer saltar la tapa. Por eso, el verdadero desafío que hoy tiene es modificar su destino sin apelar a una opción extrema.
Precisamente la reactividad extrema, aquello que ha motorizado casi toda nuestra historia reciente, ha perdido su fuerza motriz y es ya incapaz de generar un destino. La forma que ha adquirido la historia reciente argentina, su modalidad inercial, se debe a que aquello que nos ha motorizado hasta ahora no tiene más posibilidad de hacerlo.
Desde ya, es un requisito que nos liberemos de inmediato de la clase política, sindical, y del resto de la clase dirigente corrupta y evasora que ha liderado nuestro país en los últimos veinte años. Y esto aún no está a la vista: a pesar de los padecimientos del país no se emprendió todavía la reforma política que le permitiría a la población tener una democracia y no una partidocracia alternante como tiene hoy.
Pero se precisa cierta frialdad para este recambio: ni el resentimiento ni la indignación tienen ya ningún valor, porque opacan nuestra responsabilidad en la generación de nuestro destino, que proviene fundamentalmente de la percepción anticipada que tenemos de nuestro país.
A la inversa, desde ahora la Argentina necesita ser inventada por completo, desde cero. No es inevitable lo que nos ocurre, sino que es una decisión. No necesitamos más descubrirnos a nosotros mismos, ni estudiar nuestra naturaleza -que habitaría en el algún sitio oculto-, ni adivinar nuestra próxima desgracia, porque el resultado de eso es no advertir que tenemos la libertad de cambiar enteramente nuestra suerte. Necesitamos tal vez sustituir la contemplación estética de nuestra propia destrucción, con su consiguiente gozo, por la creación estética de nuestro propio destino, con su consiguiente sacrificio.