
Los problemas institucionales de 1998
El año que comenzó pondrá nuevamente a prueba el frágil andamiaje institucional de nuestra democracia.
Estos problemas no sólo atañen a la Argentina. Se discuten en el foro de la opinión internacional, donde se pone de relieve la insuficiencia de numerosas democracias en lo que respecta a la primacía de una ley suprema sobre los impulsos arbitrarios de los gobernantes.
La razón de las leyes contra la voluntad de los hombres: he aquí otra vuelta de tuerca contemporánea sobre un viejo asunto. Sin ir más lejos, en el último número de 1997 de Foreign Affairs, Fareed Zakaria especula en torno del ascenso de una forma de "democracia iliberal", en la cual brillaría por su ausencia el respeto a los contenidos constitucionales y al equilibrio de poderes.
El valor del consenso
Es cierto, como señala el autor, que en la Argentina estos valores sufren "ofensas modestas" en comparación con lo que ocurre en Kazakhstán, Bielorrusia y, en menor medida, en Rumania y en Bangladesh. Consuelo de pobres.
Nada, sin embargo, parece amortiguar la crítica sucesión de hechos que han bloqueado, entre noviembre y diciembre de 1997, la posibilidad de encarrilar a nuestro país por una vía más conviviente en materia institucional.
En lugar de este repertorio de conductas se han reforzado unas prácticas de sobra conocidas. La convivencia en una democracia de tipo presidencialista como la nuestra, donde el Gobierno fue derrotado en los comicios legislativos de octubre, es sinónimo de consenso compartido hacia las instituciones y de cooperación parlamentaria. La negación del consenso conduce, en cambio, a que los procesos decisorios se abroquelen en el Poder Ejecutivo con el apoyo de que éste dispone en la Corte Suprema de Justicia.
A golpes de decreto
El emblema de la política del consenso es la ley; el signo del disenso, el decreto emanado del Poder Ejecutivo. Ambos mecanismos están ligados a dos nociones antagónicas acerca del valor del tiempo y de los ritmos con que se mueven las decisiones en un proceso democrático. Sobre el decreto siempre ondea, como divisa justificatoria, la necesidad y la urgencia; sobre la ley planea, al contrario, una idea que, en ciertos casos, debe sacrificar la rapidez en aras de la estabilidad.
¿Se conservará acaso indemne, en la Argentina de 1998, el concepto de que más vale avanzar a golpes de decreto si los mecanismos legislativos no responden con premura? Estas maneras de actuar derivan de un complejo de costumbres, arraigado en nuestro suelo, que se niega a desaparecer.
Confusión de poderes
Es un estilo que despliega frente a la ciudadanía el espectáculo de una permanente confusión de poderes. En una democracia compleja y plural, como sin duda es la que felizmente practicamos hace ya más de catorce años, hay dos clases de poderes: los tres poderes formales que establece la Constitución Nacional y los poderes fácticos que resultan de diversos procesos sociales y económicos.
El genio de una buena democracia abreva en dos virtudes: por un lado, en efecto, debe conservar la independencia del Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial; por otro, debe separar, con el mismo rigor, el sistema político del sistema económico.
La incertidumbre jurídica
El fallo del 17 de diciembre de 1997, avalado por la mayoría de la Corte Suprema de Justicia, que permitió al Poder Ejecutivo legislar sobre la privatización de los aeropuertos mediante decretos de necesidad y urgencia, es una demostración palmaria de cómo, en lugar de separar poderes, nuestra política los confunde y concentra.
Visto desde el ángulo del derecho constitucional, el fallo de la Corte profundiza la inseguridad jurídica, según han afirmado, en una solicitada dada a conocer hace pocos días, más de una veintena de profesores de derecho público, encabezados por Germán J. Bidart Campos, Alberto A. Spota y Jorge R. Vanossi.
El ángulo político
Visto desde el ángulo que propone el análisis político, el fallo no deslinda las fronteras que deberían separar el sistema económico del sistema político, porque sobre la licitación de marras penderá la espada de la incertidumbre y del desacuerdo de la oposición.
En una sociedad que busca consagrar la vigencia de la libertad, la configuración legal de empresas monopólicas o cuasi monopólicas, proveedoras de servicios públicos, plantea una delicada cuestión. Para resolverla del modo más equitativo posible es preciso acentuar al máximo todos los resguardos institucionales y eliminar de estos procesos en que está involucrado el Estado cualquier sospecha de discrecionalidad.
Esto es, precisamente, lo que no ha ocurrido, como si una conjunción de políticas se empeñase en retrotraer los procesos que acrecientan la riqueza de las naciones a etapas mercantilistas anteriores al propio Adam Smith.
Qué pide la sociedad
Los argentinos necesitamos leyes, instituciones y mercados. Mucho se ha hecho al respecto. No recaigamos en el error de conformar nuevos poderes económicos gracias a decisiones políticas que también tienen carácter monopólico.
Este cuadro describe el fenómeno de la insuficiencia institucional cuando éste se ubica en la cumbre del poder. Pero, si tuviésemos que interrogar a nuestros conciudadanos en esta materia, advertiríamos que una de las prioridades ineludibles de 1998 se condensa en la exigencia de dar respuesta a una creciente sensación de inseguridad.
Para las víctimas de muchas de estas circunstancias, trágicas y sorpresivas, la violencia que sufren remeda esas viejas epidemias que, a medida que se expandían sobre un territorio, cada vez cobraban más vidas humanas.
La brasa ardiente
La insuficiencia institucional se manifiesta, pues, en todas partes: azota arriba y abajo; pone en cuestión el tribunal supremo de justicia y el control del poder de policía en algunas provincias.
¿Qué podemos esperar en 1998 de cara a ese desafío? Puesto que nuestro régimen político es representativo, la brasa ardiente está, ante todo, en manos de la clase política: o se obra con criterios consensuales (como parece insinuarse en la provincia de Buenos Aires con el nuevo plan de reestructuración policial), o, de lo contrario, tal como surge de la licitación de los aeropuertos, se imponen factores de disenso e incertidumbre.
La necesaria convergencia
En el primer caso cobran el valor que corresponde las cuestiones de Estado; en el segundo, los actores se escudan tras los intereses del partido y el estilo hegemónico. Ignoramos cómo, a la postre, podrán desatarse estos nudos forjados por poderes ocultos e intereses visibles. Presentimos, en cambio, que una convergencia entre Gobierno y oposición sobre estos asuntos cruciales facilitaría la resolución del problema pendiente de la insuficiencia institucional.
De nada sirven, en tal sentido, las agresiones mutuas y la pirotecnia verbal.





