Meditaciones de la cuarentena: el discreto encanto del amor
El amor no se puede describir con palabras. La humanidad ha invertido al menos dos arduos milenios en comprobar que resulta imposible definir su realidad. El amor es misterioso e irreal. En virtud de su etérea tersura, el amor es inasible a la mente lógica y a la consideración racional. Conocedores de esta verdad, los mejores espíritus, aquellos más afines a la fina sensibilidad del corazón humano, se han refugiado en el cálido regazo de la poesía para otear sus arcanos secretos. Desmintiendo las pretensiones metafísicas de filósofos, la poesía es la única vía válida de acercamiento al amor. Todo otro ensayo de comprensión de su naturaleza será siempre un pálido reflejo de su riqueza.
Correspondido o no, el amor crea mundos y por esa potencia sin igual es imitación y semejanza de la realidad divina. El amor es porfiado constructor de utopías.
El amor es un milagro universal que pone en jaque a nuestra finitud personal. Los azares indescifrables del enamoramiento son el mayor misterio que nos es ofrecido vivir. Frente a la realidad oculta de la muerte se yergue la realidad posible del amor. La muerte es un misterio absoluto y, por tanto, no es un misterio real sino imaginario. Aún cuando hemos visto morir a muchos seres queridos, la muerte no es tangible. El amor, por el contrario, es un misterio presente en esta Tierra, que puede o no presentarse en nuestra vida. La fragilidad del amor nos condena al infierno de la apatía.
Dice Julián Marías que la muerte de la persona amada nos resulta inimaginable. "No podemos concebirla como no existente, porque sigue existiendo dentro de nuestro proyecto de vida, como ingrediente de él, y permanece como realidad, no ya hacia la cual nos proyectamos, sino con la cual lo hacemos". La mansa resignación frente a la desaparición de la persona amada es un claro símbolo de la desorientación que sufre el hombre de fin de siglo. Parecería que ya nadie se angustia por la perspectiva de vivir en soledad y apartado de la persona amada. Por eso, siempre he creído que la fórmula cristiana del matrimonio, ser marido y mujer hasta que la muerte los separe, es alarmante. Su aceptación demuestra que se ha consentido una interpretación incorrecta del deseo más profundo del corazón enamorado: que el hombre y la mujer enamorados sean uno hasta el final de los tiempos. Del todo distinta era la perspectiva de otras épocas; como sabía muy bien Dostoiewski cuando hablaba de los males que asechan al hombre: "¿Qué es el infierno? Es el sufrimiento de no poder amar más".
El amor es a la condición humana tan esencial como la madre al recién nacido. El amor es un tibio refugio que ampara nuestros mejores valores e ideales y representa la esperanza humana de plenitud y felicidad.
Frente a la voluntad de los filósofos, cuyo fin último es satisfacerse con el vano logro de sus voliciones, el amor es una insatisfacción esencial que jamás encuentra reposo y sólo encuentra sentido en perdurar amando. El amor no termina nunca. Es la única potencia del alma humana que no persigue el cumplimiento de un deseo o la concreción de promesas futuras, sino la gloria permanente de perseverar en el amor.
El amor es la única realidad personal que justifica nuestra sed de permanencia. El hombre no es conato de ser, es conato de amor.
La poesía no sería poesía privada del amor. ¿Hubo quien escribiera sobre el amor en las cumbres de Rubén Darío? "El amor es un abismo de luz y sombra, poesía y prosa, Y en donde se hace la más cara cosa que es reír y llorar a un tiempo mismo. Lo peor, lo más terrible, Es que vivir sin él es imposible"
En el mágico encuentro de nuestra aventura en el mundo, somos el destino incierto y fugaz de una contingencia, una frágil figura de crisálida momentánea que por la gracia del amor es esperanza de más vida. Atados por lazos indisolubles al misterio de nuestro destino personal, el amor recrea en nuestra vida finita la conciencia de la infinitud divina.
En fin, que amamos más a la vida desde que nos enamoramos.
Miembro del Club Político Argentino