Militancia sin control
Sabemos que los gobiernos conducidos sucesivamente por el matrimonio Kirchner hicieron uso y abuso de la publicidad oficial. Ésta era utilizada como mecanismo para seducir a medios cuyo escaso rating jamás habría permitido su genuina subsistencia, pero también como herramienta de agresión. Los llamados periodistas "militantes" vieron así crecer su influencia junto a su propia billetera. La agencia estatal Télam, también sabemos, se convirtió en una usina de propaganda y de apriete hacia aquellos que osaban criticar cualquier acción gubernamental. Incluso ahora, luego del cambio de gobierno, hemos sabido del hallazgo de remeras de La Cámpora y de merchandising de Télam en allanamientos en casas de directivos de esa agencia informativa estatal. Ni qué hablar, para concluir, de las innumerables cadenas oficiales que nos propinó la ex presidenta, en las que, salvo su penoso desempeño ante estudiantes universitarios de los Estados Unidos, jamás se toleró pregunta alguna y se focalizaron en el autohalago y la exageración de sus supuestos logros.
Esta confusión entre lo público y lo partidario no se limitó, claro está, a las áreas del periodismo y la publicidad. Organismos de derechos humanos que nacieron con una agenda que los ennoblecía empezaron a manejar grandes sumas de dinero estatal y los resultados fueron rayanos en lo delictual. Aún se ignora qué pasó con todas las viviendas que debieron construirse bajo el programa Sueños Compartidos, y un desmanejo equivalente empieza a advertirse en la cooperativa dirigida por Milagros Sala en Jujuy.
Otras muestras de militancia impropia fueron protagonizadas por el ex secretario de Comercio Guillermo Moreno. Su burdo despliegue de cotillón "anti-Clarín" y su patoterismo al intervenir en reuniones de directorio de sociedades tras la estatización de los fondos de las AFJP importaron también evidentes abusos de poder. Bastaba recorrer los pasillos de la Secretaría de Comercio a su cargo o la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia para advertir que estos organismos se habían convertido en poco menos que unidades básicas del denominado Frente para la Victoria.
La pregunta que aquí se impone es por qué la sociedad toleró durante tanto tiempo estas desmesuras, y ante ella no hay una única respuesta sino más bien una combinación de factores que creo conveniente analizar.
El primero se vincula con el escaso apego al republicanismo que impera en nuestra sociedad, para la cual los abusos de poder parecen molestar sólo cuando se traducen en una inmediata y directa afectación del bolsillo. Actos tales como poblar el Consejo de la Magistratura de verdaderos "militantes" políticos sin interés alguno por la salud de las instituciones o haber propiciado el vergonzoso acuerdo con Irán por el que la investigación del atentado a la AMIA se confiaba a representantes del propio gobierno iraní sospechado, para dar algunos ejemplos, no recibieron de la población el rechazo que habrían provocado en sociedades políticamente más desarrolladas.
Un segundo factor se vincula con la sensación de que existen ciertas prerrogativas propias de quienes ejercen el poder, que les permiten disponer de lo público como si se tratara de su propio patrimonio. Los aviones presidenciales transportando diarios hacia Río Gallegos no es un hecho importante por el costo concreto del combustible malversado, sino porque es demostrativo de un estilo monárquico que ofende el sentido de república que nuestros constituyentes quisieron instaurar y que nuestros gobernantes rara vez respetaron. El señor Boudou procesado por aceptar ser transportado de manera gratuita por un empresario con interés en celebrar negocios del juego resulta un hecho saludable, aunque debemos preguntarnos por qué esta medida llega recién luego de que ese personaje perdió la aureola que lo protegía.
Y esto último se refiere ya al factor que considero el más decisivo para explicar nuestro conformismo con lo ilegítimo y los abusos de poder: la relación de promiscuidad entre la política, los mecanismos para la elección de los jueces y el desempeño de estos últimos. Para el Consejo de la Magistratura de los años del kirchnerismo, la independencia judicial fue un valor que perjudicaba sensiblemente los intereses de esa facción. Todo magistrado que fuera percibido como un contralor a sus desmesuras debía ser disciplinado, ridiculizado o directamente removido. No importaba que se tratara de un juez de la trayectoria e integridad de Carlos Fayt, del procurador general Righi -al que se le achacó no controlar a sus propios fiscales en la investigación de la causa Ciccone- o de quien mostraba valentía para investigar los vínculos del poder con el empresario Báez, como el fiscal Campagnoli. Eso quizás explique, aunque jamás llegue a justificarlo, la tibieza de ciertos magistrados para esclarecer tantísimos actos de ilegalidad de funcionarios públicos.
El recientemente elegido presidente Macri hizo de la lucha contra la corrupción un tema de campaña y lo ha repetido en sus apariciones públicas luego de su elección. Sería de trascendental importancia que pusiera la lupa en asegurar que quienes designan jueces y quienes ostentan la majestuosa responsabilidad de sancionar a los corruptos tengan las herramientas necesarias para estar a la altura de semejante desafío republicano. De lo contrario, los males que aquejan endémicamente a nuestro país y que lo vuelven pobre más allá de las estadísticas seguirán acechándonos por varios años más.
Abogado, especialista en derecho constitucional