Chernobyl y sus héroes trágicos
"¿Qué de mí puedo dar para que la humanidad se salve?". En esencia, esa era la pregunta que atravesaba El sacrificio, la última película que filmó Andrei Tarkovski. Podrá parecer extraño, pero ese interrogante y algo del clima de aquel film se me aparecían una y otra vez mientras miraba un producto muy distante de la estética del cineasta soviético. En efecto, y en particular durante los primeros capítulos, no pude seguir el excelente relato de Chernobyl, la serie de HBO que ya es un fenómeno en sí misma, sin escuchar los ecos de El sacrificio.
Y no es solo porque en ambas realizaciones se filtre cierto sustrato apocalíptico. El sacrificio es una honda indagación metafísica bajo la forma de una historia que transcurre en un único día: la jornada en la que Alexander, el protagonista, ante la inminencia de una devastadora conflagración nuclear, decide que hará -y dará- lo que sea para que aquellos que ama sigan viviendo. Y con ellos, el resto de la humanidad. Y el mundo que a todos cobija. La parábola nuclear no es extraña si se piensa el momento en que esta película se filmó. Eran mediados de la década de los ochenta, tiempo de una Guerra Fría que nadie imaginaba que estuviera próxima a terminar. Y aquí, la impredecible música del azar: El sacrificio se estrenó en Cannes en mayo de 1986, apenas dos semanas después de la catástrofe que pondría al norte de Europa en vilo, marcaría un antes y un después en la historia del desarrollo nuclear, y haría célebre a una castigada ciudad ucraniana.
Tarkovski, que ya en sus primeras películas había dejado trasuntar muchas de sus inquietudes espirituales, abandonó la URSS agobiado por la censura y las presiones de la política cultural oficial. Del otro lado del mundo no le fue mucho mejor: en Italia y Suecia también se le hizo difícil filmar, y no lograba sentirse cómodo con un estilo de vida que consideraba escandalosamente egoísta. "O se vive la vida de un consumidor dependiente de los desarrollos tecnológicos o materiales, entregado al supuesto progreso, o se reencuentra la propia responsabilidad interior, que se dirige no solo hacia uno mismo, sino también hacia los demás", escribió en Esculpir en el tiempo. Desde su perspectiva, solo "en ese paso consciente a la responsabilidad y lo que sucede en ella y con ella" era donde podía tomar forma la idea del "sacrificio" -la capacidad de entrega a los demás- que intentó plasmar en su última película. Y esa idea, ese conducto secreto, fue lo que recordé al ver los primeros capítulos de una serie filmada con un registro y un lenguaje en los que Tarkovski nunca se hubiera interesado.
Está aquella escena, la de los mineros. El físico que casi no se anima a enunciar la misión demencial que está a punto de encargar; el jefe de los mineros que lo escucha y prescinde de rodeos: si hay que cavar un túnel imposible, por debajo del núcleo de la central averiada, se cavará. Lo antes que se pueda. Sin remilgos. Con un dejo de virilidad trágica. Dejando la vida en ello, como la estaban dejando bomberos, buzos, enfermeras. Es verdad que muchas de las personas que trabajaron en Chernobyl luego de la explosión no sabían que se estaban salvando miles de vidas a costa de las suyas. Probablemente la mayoría apenas fuera consciente del infierno al que estaban siendo expuestos, pero probablemente unos cuantos, sí. En todo caso, está lo irrevocable de los hechos: si todos ellos no hubieran puesto el cuerpo como lo pusieron, los alcances de la catástrofe hubieran sido inimaginables. Estuvo su gesto y hoy, para nosotros, están las escenas de una serie. Chernobyl es una coproducción estadounidense y británica, pero los héroes que construye no son los que suelen habitar Hollywood. Son héroes sacrificiales, en su mayoría anónimos. Como si el "alma rusa" que tanto desvelaba a Dostoievski encontrara nuevos modos de revelarse.