El apuro en salir a escena
Aquel 2 de abril de 1974, la noticia golpeó súbita y gélida como la misma muerte: el presidente Georges Pompidou acababa de fallecer. Hacía dos años que padecía de una extraña forma de cáncer de médula ósea: mielomatosis De Waldenstrom. Sin embargo, su enfermedad había sido guardada celosamente en secreto hasta ese 2 de abril cuando Francia recibía consternada el anuncio de su muerte. Nadie supo hasta entonces ni había sospechado siquiera lo que había padecido el presidente. Sus últimos meses fueron desgarrantes: dolores indescriptibles que el hombre supo soportar a puertas cerradas. Se dijo luego que entre audiencia y audiencia (no faltó a ninguna) se encerraba unos minutos a padecer en secreto el dolor, a morderse los labios. Seguramente también a llorar. Vivió la enfermedad a solas con su médico y con su esposa, una mujer de delicado refinamiento. Pero en definitiva, solo, solo con su dolor, con Dios o el infinito. Nunca salió a escena ni a pedir a Francia que sufriese con él, ni a conquistar la simpatía o la compasión.
Tan sólo murió, con todo lo simple y lo grande del morir. Y Francia se enlutó, hondamente, sentidamente. Silenciosamente.
Yo vivía en París y entonces rondaba los 24 años, una edad sensitiva. Poco me interesaba la política, acaso me interesaban las utopías políticas, las culturas, los hombres, un mundo por venir, razón por la cual había observado con distancia la gestión de Pompidou, y con la curiosidad propia de una joven extranjera en un país que la enamoraba. Pero ese día, por primera vez, yo experimentaba de cerca la estatura sublime de un dolor, de una agonía y de una muerte. Pompidou me mostraba un perfil de grandeza. Grandeza: ese valor tan olvidado, tan pasado de moda.
Tengo para mí que lo que incide ruinosamente en esta pérdida de grandeza en el vivir es el imperio del espectáculo con su propensión al exhibicionismo. Porque cuando el espectáculo -que tiene que ver con la exhibición- no se inspira en lo sublime, ni lo busca, va sacrificando el arte en aras de la obscenidad. Hoy todo se muestra pero, no nos engañemos, no se muestra en su verdad, sino en su sed de espectáculo, y puesto que no es arte, la ficción no se eleva a verdad artística, sino que se va degradando paulatinamente hasta la pura mentira: amores que no son amores, dolores que no son dolores, lágrimas que no lo son. En la sociedad del espectáculo, el exhibicionismo hace metástasis y alcanza a profesionales, intelectuales, políticos. Hoy no hay estadistas. Hay actores, y la política se ha convertido en una ficción que busca siempre ser éxito de taquilla, con fans que rían con el pase de comedia, o lloren con la tragedia o con el culebrón. Mientras tanto, lo que vamos perdiendo es la experiencia de lo sublime en la vida.
Ciertamente, la salud de un primer mandatario es una cuestión de Estado que no debe ocultarse. El pueblo debe saber si su presidente está en condiciones de salud para asumir la enorme responsabilidad de su función. Sin embargo, a la luz de los últimos espectáculos a los que hemos asistido como espectadores impotentes, añoro aquel sufriente silencio del presidente francés, la sublimidad shakespeariana de aquella dolorosa verdad guardada en secreto. Lo recuerdo como uno de esos casos en los que la vida imita al arte. Porque los actos de grandeza, mucho más si son silenciosos, engrandecen a quienes los ejecutan, pero también a quienes los atestiguan. Aquel 2 de abril, trascendiendo disidencias, adversarios, detractores o simpatizantes, Georges Pompidou fue un hombre grande y Francia fue grande en él, y cada uno de nosotros, que asistíamos a su muerte tan inesperada como monumental, fuimos mejores.
Hoy, la cultura del espectáculo nos envilece. Nos vamos habituando a interesarnos en la ficción como si fuera la realidad, vivimos mentiras y las aceptamos como verdad. El exhibicionismo se expande. El éxito de Gran Hermano no radica tanto en que a la gente le gusta mirar, sino en que al hombre y a la mujer de hoy les gusta ser mirados. El que se exhibe necesita exhibirse para ser. Y así la práctica de la exhibición alcanza a todos. El espectáculo como forma de hacer política y la exhibición que de tan sostenida cede insalvablemente a la tentación de la obscenidad nos sumergen en una nefasta perversión: vivir la ficción como realidad.
Es así como estamos cada vez más confundidos, extraviados entre la mentira y la verdad, preguntándonos dónde termina la fábula y dónde empieza lo cierto. Los mismos actores dudan, porque han encarnado la ficción de sí mismos en tal medida que no saben cómo dejar de representarse por temor a dejar de existir o a derretirse en las sombras de lo que realmente son.
Estos últimos días, el hambre insaciable de exhibición, la diligencia en mostrarse, la prisa en salir a escena con un argumento precario, no suficientemente testeado, para hacer, una vez más, de la vida un espectáculo sin arte, nos ha capturado a todos, guionistas, actores y espectadores, en una patética trampa de la que nos será difícil salir: el descreimiento total. © La Nacion
La autora, escritora, es directora del Capítulo Argentino del Club de Roma