En defensa de la contemplación
Para vuestra información, la pasionaria que hace algo más de un mes fue arrasada por las orugas de unas bucólicas mariposas amarillas ha vuelto a brotar. Con el ímpetu de siempre y el ansia de sus zarcillos ensortijados. Como no podía ser de otro modo, aparecieron más mariposas, esta vez con alas grandes y abigarradas. A los pocos días, regresaron las orugas. Pero esta vez ocurrió algo que no esperaba.
Los nuevos rivales no parecían tan destructivos como sus antecesores. Me pregunté por qué y no encontré respuesta. Hasta que una mañana, temprano, observé que otros bichos andaban flotando alrededor de la columna a la que se abraza la enredadera. Avispas. Raro. Uno suele verlas buscando dónde anidar, pero estas parecían tercamente interesadas en la pasionaria. Así que me acerqué y miré lo que hacían.
Los expertos ya habrán anticipado el posible vínculo. A mí me llevó un buen rato, hasta que vi a una de las avispas lanzarse sobre las orugas. Entonces recordé vagamente que existen himenópteros que las parasitan, hice una búsqueda rápida ya saben dónde y confirmé, al menos prima facie, mis sospechas. En una nueva vuelta de tuerca de la naturaleza, la pasionaria parece haber cosechado aliados formidables.
Pero, fuera de darles la buena nueva de que el mburucuyá sobrevivió a su batalla (¿fue una batalla o está todo minuciosamente orquestado?), quiero echar luz sobre una antigua práctica que está cayendo poco a poco en desuso. Por fortuna, puesto que de ella depende en buena medida el progreso de la civilización, hay quienes se dedican profesionalmente a esta actividad.
Me refiero a la observación. Casi todas las personas que pasaron por casa estos días solo se aterraron por la presencia de las avispas, otras las espantaron con las manos y unas pocas ni siquiera repararon en su elegante vuelo.
Conversaba con un amigo hace poco sobre el escuchar la música. Es lo mismo. En general, nos calzamos auriculares y nos dedicamos a nuestras tareas. ¡Estamos tan ocupados! Coincidimos con este amigo en que no siempre hemos sido comprendidos por el hecho de poner un disco y quedarnos 45 minutos prestándole atención. También suelen criticarnos por el volumen alto. Lógico. La música se pone de fondo, bajita. Excepto en las fiestas, cuando se la eleva hasta el estrago auditivo.
Pues bien, con la observación es igual. Solo que lo que no llegamos a ver no existe para nosotros. Nos vamos perdiendo el mundo.
Para ver algo hay que pasar mucho tiempo contemplando. No diré vigilando, porque a veces no tenemos la persistencia suficiente. Pero la contemplación es el prólogo del descubrimiento y el examen. El espíritu científico hunde sus raíces en las preguntas inspiradas por la observación. ¿Qué son esos puntos de luz en el cielo nocturno? ¿Cómo respiran los peces? ¿Qué es la lluvia? ¿Qué hacen esos himenópteros merodeando una pasionaria convaleciente?
Pese a esto, en tiempos de frenesí, la contemplación hasta parece pecaminosa. Como la música. Si la estás escuchando sin hacer otra cosa, es un escándalo. Ni digamos mis mañanas, toda vez que el tiempo ayuda. Voy al jardín y miro en silencio lo que ocurre alrededor durante mucho tiempo. Solo eso, contemplar. Por ejemplo, el nido que dejaron las ratonas ahora está rentado por unas golondrinas, y por lo tanto todos los días hay una suerte de reunión de volátiles en casa; imagino que como forman bandada tendrán que organizarse o algo así.
Anoche miraba el cielo sin luna. Todas esas estrellas. Algunas fugaces. De pronto, una lucecita de color verdino pasó delante de mis ojos. Al rato, otra. Supuse que era el cansancio y, cuando me incorporé para irme a dormir, tenía luciérnagas todo alrededor.
Fue como una escena onírica, fantástica, y me la habría perdido si no tuviera esta costumbre -reprochable y pasada de moda- de contemplar el universo sin hacer nada más.