Errar es humano (y bastante útil)
Como casi todos, tengo algunas obsesiones. El tiempo, por ejemplo, sobre el que ya he escrito aquí. Y también los errores. Quizá porque mis padres eran muy exigentes con mi rendimiento escolar (para ponerlo en números, un 9,75 era casi ignominioso), mil aciertos no consiguen calmar la angustia que me provoca un error, por pequeño que sea.
Un proverbio italiano, citado por Voltaire en su poema "La Bégueule", sostiene que lo perfecto es enemigo de lo bueno. El genial francés aclara, sin embargo, que siempre podemos mejorar en la bondad del alma, en los talentos y en las ciencias. Un alivio momentáneo. Ser perfeccionista es como un cilicio que no hemos elegido vestir.
Por eso, a la edad en la que el mundo empieza a extenderse más allá de los límites del hogar y el barrio, descubrí que no a todas las personas les dolían tanto sus errores. Advertí, asimismo, que mi propio sufrimiento hacía que fuera muy benigno con las equivocaciones de los demás. Es que uno solo comprende los dolores que ha padecido. Todos los otros le resultan ajenos.
Poco después, cuando estaba en la secundaria y tuve más información a mi alcance, llegué a una conclusión sorprendente. El error era inevitable. Todos nos equivocamos de vez en cuando. De esa verdad irrefutable surgían otras dos premisas.
Por un lado, que un ser perfecto sería por completo insoportable. Intentar con tanto afán la perfección iba a obstaculizar bastante mi vida social. En general, no querés eso cuando tenés 15 o 16 años.
Por otro, y esto me pareció todavía más significativo, la evolución no suele permitir que un rasgo inútil se perpetúe. Hasta los animales cometen errores. Así que equivocarse debía tener una función. No podía aceptar, y sigo sin aceptar, que meter la pata esté bueno. Aunque he aprendido a flagelarme un poco menos (solo un poco), los errores siguen pareciéndome, como mínimo, antiestéticos. Casi obscenos.
Una cosa es obvia: los errores están ahí para enseñarnos lecciones. Pero eso no me alcanzó cuando empecé a trabajar. Los errores traen consecuencias que van de catastróficas hasta cómicas. Pues bien, nosotros, los periodistas, los publicamos. Recuerdo la primera gran metida de pata, una de esas que propulsan docenas de cartas de lectores cargadas de vitriólica adjetivación.
Pero gracias a ese error, tuve todavía una nueva revelación. Los fallos suelen originarse en una compleja, aluvial y mayormente inadvertida cadena de acontecimientos. ¿Recuerdan la serie Segundos catastróficos? No me perdí ni un capítulo, porque los obsesivos de la perfección nos azotamos cuando vemos el pifie ahí impreso con tinta sobre papel, pero tal ofuscación nos impide analizar cómo llegamos a publicar semejante burrada.
En aquella ocasión escribí, sin sonrojarme, que cierto acelerador de partículas "estaba ubicado en Génova". En inglés, Ginebra (donde estaba el dichoso acelerador) se escribe Geneva. Una ingrata conjunción de cansancio y el no cumplir a rajatabla las reglas del oficio condujeron a un blooper que todavía me abochorna.
Cuando se me pasó el soponcio y mis jefes me aconsejaron aceptar que a veces uno se equivoca y que tampoco era tan grave, me di cuenta de que es menester hacer el post mortem de los errores. Analizar el origen, la génesis, cómo se gestó.
Incorporé esa práctica enseguida, y me resultó muy útil cuando me convertí en editor. Un día malo. Un altercado doméstico. No verificar un datito. ¿Qué significa esa palabra? ¿Estás seguro? Buscala. En serio, buscala. Las mil distracciones de casi cualquier espacio de trabajo. La inexperiencia. A simple vista, parecen excusas. Pero son la simiente de los errores. Imposible evitarlos. Pero si queremos usarlos para no volver a tropezar con la misma piedra, hay que amigarse con ellos. Experiencia es haberse equivocado lo suficiente. Alguien dijo esto ya, pero no recuerdo quién. Mala mía.