La despensa de la esquina
Nací en un barrio en los tiempos en que el barrio además de barrio era familia. Mi infancia la pasé en un departamento de setenta metros de un tercer piso que estaba ubicado a una cuadra y media de la casa de mis abuelos, a cuatro del departamento de mis otros abuelos, frente a la parrilla del amigo de mis padres, tío de mi amigo, a doscientos metros del centro pediátrico en el que atendía el padre del compañero de colegio de mi hermano, apenas más lejos de la municipalidad, de la calesita, de la plaza, a minutos de la carnicería, de la heladería con la crema del cielo más rica, del kiosco que vendía los chupetines verdes con forma de pino y confites, de la verdulería del hombre que cada vez que pasaba me cantaba: "Ay Dolores, Dolores, Dolores, eres más linda que todas las flores". A dos pisos de lo de María y Pato. A la vuelta de la madrina, de las ahijadas de mi madre, de la librería de la amiga de mi madre, que se llamaba como sus dos hijas, del almacén del hermano de la dueña de la librería, la gran despensa de la esquina.
El señor del lugar era alto. O lo era para mí en ese entonces. Tenía la barriga baja, el pelo corto y oscuro, las mejillas afeitadas, los ojos pardos, la piel pálida, un poco de papada que apenas raspaba y siempre y sin falta un aroma dulce y seco a cigarrillo recién apagado. No tenía empleados. O sí. Quizá uno. A veces. Pero la atendía él. Cuando un vecino ingresaba a ese local algo oscuro allí estaba. Creo que con la radio encendida. Detrás de un mostrador roído por los días, al frente de la caja registradora, al costado de la heladera baja y ancha de los quesos, los fiambres, los embutidos, las leches en sachet, custodiando los fideos, las harinas, las lentejas, la polenta, las arvejas, las cajas y cajas de galletitas apiladas hasta el techo en esas épocas hermosas en las que no había paquetes. No. En los 80 y en mi barrio la merienda se llevaba por peso.
Ese almacén fue mi primera gran victoria. Yo, a los siete o a los ocho años, vestida de niña, con algunas de esas prendas que me cosía mi abuela María Elena, agarraba su monedero y atravesaba la galería de su casa alargada y abría la puerta y abría las rejas blancas y redondeadas y caminaba media cuadra por esas veredas gastadas, las mismas que aguantaban mi bicicleta rosa, hasta llegar allí. Entonces entraba, él seguro me preguntaba por mi madre o mi padre o mi hermano, yo le contestaba tímida, él me hacía un chiste, yo reía y me sentía aliviada y le pedía el encargo, el mandado, que llevaba escrito en un papel pequeño que guardaba junto al dinero. Seguro también, porque mi abuela me consentía, le pedía un cuarto de Panchitas, mis galletitas preferidas. Y él se corría del mostrador hacia el sector de las cajas cuadradas montadas, agarraba la indicada, azul y roja, se ponía una bolsa de nylon en la mano y abría otra y allí guardaba esas masitas de chocolate hasta pesarlas. Doscientos cincuenta gramos. Después me las entregaba. Yo tomaba todo y regresaba.
Y me sentía grande. En esos pocos metros que caminaba sola tenía por fin el poder. Nadie me decía qué hacer ni me apuraba ni me controlaba. O quizá mi abuela lo hacía y yo no me daba cuenta. Creo que en esos segundos que parecían tan largos imaginaba el futuro, me pensaba actriz o conductora o famosa como Flavia Palmiero o casada o con hijos o lejos. Bien lejos. Tal vez incluso pensaba en no volver. En salir corriendo. No porque lo quisiera, pero sí porque tenía la libertad de hacerlo.
Más de una vez pensaba en él. En el dueño del almacén. En por qué aún no estaba casado. En por qué no había tenido hijos. En si se sentía solo. En aquellas épocas en que las galletitas se vendían por peso, las mujeres solían ser amas de casa, los hombres quienes conseguían el dinero y la soltería se percibía como tristeza. Qué alegría los cambios.
Hace treinta años que me fui del barrio. Mi hermano se quedó pero no es lo mismo. La verdulería cerró, la librería cerró, la carnicería cerró, la heladería cerró, la calesita también. El centro pediátrico sigue. Allí se atienden mis tres sobrinos. Creo que mi pediatra aún trabaja. La última vez que lo vi fue en la televisión, cuando protagonizó el comercial de un repelente de mosquitos. El dueño de la despensa murió hace varios años. En su esquina ahora hay una ferretería que casi nunca tiene clientes.