La matriz transformadora de la ley Sáenz Peña
EL 10 de febrero de 1912, es decir, hace un siglo, el Congreso Nacional sancionaba la ley electoral N° 8871, más conocida por el nombre del presidente que propuso el proyecto legislativo e impulsó su aprobación, el Dr. Roque Sáenz Peña.
Ese cuerpo legal introdujo algunas reformas sustanciales en las reglas del juego electoral vigentes en ese entonces, orientadas a ampliar la participación electoral en la Argentina y a que existieran condiciones adecuadas para el ejercicio libre del sufragio por parte de la ciudadanía. A través de sus postulados, hace un siglo emergía para los ciudadanos argentinos, de un modo efectivo, el derecho político individual por excelencia, el sufragio activo.
La ley Sáenz Peña significó en ese momento, para el voto individual, obligatoriedad, secreto y universalidad; para el sistema político, una señal hacia el pluralismo y la tolerancia frente a las minorías, y, en la estructura institucional, confiarle a los jueces el garantizar todos estos atributos. A su vez, esa ley supo ser un punto de partida, y ése es su éxito.
Entre otras muchas cuestiones dignas de mención, que aquí omitimos por razones de brevedad, instauró el voto obligatorio, reconocido aun por sus detractores de entonces como una suerte de mal necesario para elevar la participación electoral; así como también su carácter secreto, rasgo que, más allá de su posible debilidad, a partir de su incorporación legal se iría fortaleciendo y cobrando valor de dogma en la práctica electoral argentina a través de los años.
La ley Sáenz Peña fue promotora del pluralismo político, condición que se advierte, por ejemplo, en la instauración de un sistema electoral ad hoc que -si bien es mayoritario- permitió la incorporación de representantes de los partidos minoritarios. No debe pasarse por alto que, en la primera elección presidencial en la que se implementó, produjo nada menos que la ruptura del orden conservador y la alternancia del signo político gobernante, desplazando al sector que estaba en el poder desde hacía varias décadas. Téngase en cuenta, además, que esa alternancia no vino a suplantar un régimen aristocrático por otro semejante.
Sin embargo, el valor de la ley Sáenz Peña no debe buscarse solamente en el contenido concreto de los artículos que la conformaron, sino en la circunstancia de que, como ha demostrado el tiempo transcurrido, se constituyó en un vector de las instituciones democráticas y electorales de nuestra Nación, como un faro que ha podido sugerir a generaciones posteriores un rumbo a seguir en reformas electorales ulteriores.
En sus postulados, la ley Sáenz Peña deseó ser superada, así debía serlo, y allí encontró su trascendencia.
En ese marco, por ejemplo, debe destacarse uno de sus frutos en el reconocimiento, tantas veces postergado con anterioridad, del sufragio femenino en 1947. Con su primera aplicación se efectivizó finalmente la universalización del sufragio, proclamada en 1912 pero restringida, en realidad, a la ciudadanía masculina.
También puede atribuirse a ese mandato expansivo del cuerpo electoral nacional la modificación en las décadas siguientes del status de los territorios nacionales y sus habitantes, así como el reconocimiento, mucho más reciente, del voto de los electores residentes en el exterior y de los ciudadanos privados de libertad.
Del mismo modo, se advierte su inspiración en algunas de las posteriores modificaciones al sistema electoral en sentido estricto, es decir, a las reglas que gobiernan la conversión de votos en bancas o cargos electivos. En tal sentido, y sintetizando en exceso el asunto, podemos afirmar que la pretensión de poner en primerísimo plano el valor del voto emitido por el ciudadano se reconoce en la progresiva instauración de la regla de la proporcionalidad para los diputados nacionales, que las normas de la ley Sáenz Peña no contemplaban.
Otro tanto puede sostenerse respecto de la conformación del padrón electoral, cuya regulación fue concomitante en el tiempo con la ley Sáenz Peña, pero que, como consecuencia de la práctica en la aplicación de ésta, mereció profundas reingenierías, la primera de las cuales se remonta a 1927, en que la necesidad de dar la mayor fidelidad a los padrones motivó la creación de un registro nacional electoral permanente y el establecimiento de un documento de identificación ciudadana con número único e inmutable. Las últimas y recientes reformas, que consolidaron la informatización de los registros electorales que la Justicia venía implementando hace más de dos décadas, se inscriben es este mismo centenario camino.
Su impronta se reconoce también en otros aspectos centrales del sistema electoral, tal como la cuidadosa determinación de las instituciones que debían tutelar el correcto desarrollo del proceso electoral en su conjunto, desde la confección de los padrones hasta el escrutinio, que la ley Sáenz Peña encomendó a las juntas escrutadoras y a los jueces federales con competencia electoral. No conviene pasar por alto este aspecto, que exactamente medio siglo después adquirió mayor organicidad e institucionalidad, instaurando definitivamente a la justicia nacional electoral como fuero específico a través de la creación de la Cámara Nacional Electoral.
También los partidos políticos, aun cuando su mención en la ley Sáenz Peña es casi imperceptible, se encuentran en el contenido material y teleológico de esa norma. Podemos afirmar que su regulación posterior condice con la pretensión de aquella de construir opciones para el ciudadano y resguardar la existencia de un sistema pluripartidario con efectiva competencia, de modo tal que se garantice la posibilidad de que se produzca, como hemos visto que ocurrió en la primera aplicación de la ley, la alternancia política.
Como instrumento legal fue, como todos, perfectible. Sin embargo, ha sido eficiente al instalar, de modo irrenunciable e imposible de retrotraer, el valor del voto individual como vehículo irreemplazable de la expresión de la soberanía popular. Al respecto, no debemos engañarnos por las interrupciones, tristemente frecuentes, que nuestra historia electoral e institucional ha padecido durante los mismos cien años transitados, pues ellas dan cuenta precisamente de la existencia de minorías que, anoticiadas de la eficacia y de la potencialidad de la herramienta electoral para modificar el statu quo, han acudido nada menos a que su supresión como última ratio para conservar privilegios o posiciones de poder.
Ello también habla de la ley Sáenz Peña, así como de aquellas normas que actualizaron su legado, como decisiones de Estado exitosas, que nuestra Nación ha tomado desde hace cien años.
De allí que podamos concluir que la matriz instaurada hace un siglo, fue el elemento transformador de la realidad política argentina y todavía es un eje del destino de la democracia argentina.
© La Nacion
Santiago H. Corcuera