La vida como una marca indeleble
Fue un gesto de honestidad brutal el que desencadenó la escritura de No llorar, la novela que le valió a la francesa Lydie Salvayre el Goncourt 2014. Su madre le confesó que había existido un verano, solo uno, en el que sintió que merecía la pena vivir. El verano de 1936 en Barcelona, cuando la adolescente algo ingenua que por ese entonces era la madre de Salvayre creyó, en los inicios de una guerra civil cuyas fauces aún no la habían desgarrado, que absolutamente todo era posible.
A veces creo que cierto pariente mío, que nunca fue ingenuo y ya era hombre cuando estalló la guerra española, debe haber pensado algo similar. Aunque nunca lo dijera. No fue un verano, sino varios; no fueron tres, sino diez años los que -intuyo- brillaron dentro suyo más de lo que pudo haber brillado cualquier cosa que viniera después. Demasiadas películas sobre la Segunda Guerra para que el término "maquis", más francés que español, no esté teñido de romanticismo. Mi abuelo el maquis, el que resistió en los montes tras la caída del Frente Norte, el que siguió resistiendo con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, convencido de que, si los Aliados vencían, España sería liberada junto con Alemania e Italia. Lejos del aura romántica, ser maquis tuvo que ver con mil y una privaciones, riesgos, decisiones crueles, violencias supremas. Pero qué, de todo lo que vino después, puede haberse siquiera acercado a la sensación de estar aferrando la historia con las propias manos; de ser uno de los pocos que, aun desesperados, la protagonizan en lugar de padecerla. Qué podría haber opacado la furia arrasadora que tendría la vida en aquellos años, cuando podía extinguirse a cada minuto, en cada metralla, en cualquier mala jugada del azar.
Pensé en esto cuando, por una cadena de azares mucho menos dramáticos, supe de Dios no me perdona, el último trabajo del realizador vasco Josu Martínez. En ese documental se recupera, con imágenes de archivo, pero sobre todo a partir de las grabaciones de una entrevista de 35 horas realizada en 1975, la figura de Lezo Urreiztieta, personaje difícil de clasificar al que el director define como "un pirata del siglo XVI nacido por error en 1907". Católico fervoroso, independentista apasionado, enamorado de los puertos, el Cantábrico, los barcos y, podría pensarse, de la existencia entendida como un vértigo más bien trágico. Durante años Urreiztieta se dedicó al contrabando. Pero estalló la guerra civil y conoció al dirigente socialista Indalecio Prieto. Para un independentista del tenor de Urreiztieta el socialismo español era un enemigo político, reacio a la plena autonomía de Euskadi (por no hablar del anticlericalismo de algunos de sus adherentes). Sin embargo, Lezo aceptó el pedido que, en nombre de la República, le hacía Prieto: traer armas. De donde se pudiera. Fueron 17 los barcos que, cargados de armamento, el marino vasco piloteó desde el Báltico hasta los castigados puertos aún en manos republicanas. También le llegaría el momento de "contrabandear" personas: en junio de 1940, el ejército nazi ocupó parte del País Vasco francés. Lezo ayudó a numerosas personas a escapar y, dos años después, viajó de manera clandestina a Madrid para acordar con el agregado militar estadounidense una compra de armas para la Resistencia francesa. En 1948, al mando del barco atunero Goizeko Izarra, protegido por la noche y esquivando a los duros controles franquistas, rescató a un grupo de maquis asturianos, a los que dejó a salvo en territorio francés. Uno de ellos era mi abuelo.
"Las cosas no se cuentan, se viven", les decía, ya mayor, Urreiztieta a sus hijos, a los cuales -así lo comentan ellos en el documental-poco y nada de sus andanzas les relató. Solo él sabría de la marca, ardiente y dulce, que ciertos momentos de la historia les imprimen a quienes se niegan a ser mansos.