Librerías en las que fuimos felices
En abril de 2013, un jurado compuesto, entre otros, por Román Gubern, Fernando Savater, Vicente Verdú y Jorge Herralde eligió finalista del Premio Anagrama de Ensayo el trabajo que el investigador Jorge Carrión tituló simplemente Librerías. En aquella oportunidad obtuvo la máxima distinción Luis Goytisolo, pero la obra de Carrión fue publicada, y su lectura hoy adquiere nuevo significado, como ocurre cada vez que uno vuelve sobre textos de calado hondo.
Especialistas que en la actualidad conjeturan el poso de cambios que dejará la pandemia afirman que las librerías ya no serán lo que eran. Allí se irá, nos dicen, de manera práctica, casi utilitaria. Con una lista de los títulos deseados. Nada de recorrer volúmenes que hayan sido tocados antes por otras manos; nada de apiñarse en torno a mesas rebosantes para ojear las novedades o el fondo recién exhumado; nada de entrar al azar ni deambular en busca de la inspiración del momento. Comprar, pagar y salir. O retirar lo que ya ha sido comprado y pagado de manera remota.
El libro de Carrión nos recuerda lo que las librerías alguna vez fueron; acaso sin sospechar los cambios drásticos que sufrirían en menos de una década, pero conociendo profundamente el espíritu inefable de esos templos frágiles. Hermanas de las bibliotecas, las librerías no gozan sin embargo del prestigio sólido de aquellas, vinculado a la historia y el patrimonio. Sobreviven apenas en la densidad de una atmósfera, de un clima de época, y con él pueden ser barridas. A veces solo duran lo que la vida del librero que les dio alma. Otras, se transforman, se adaptan a los cambios, perduran, y en el trajín son capaces de conservar el aura, o la pierden y se convierten en otra cosa; una cosa seguramente peor para quienes conocieron la edad dorada, pero mejor para quienes las disfrutan en un presente sin pasado (un presente con el que, en el futuro y como todos, amasarán el mito de su propia época).
"Cada librería condensa el mundo -escribe Carrión-. No es una ruta aérea, sino un pasillo entre anaqueles lo que une tu país y sus idiomas con regiones en que se hablan otras lenguas". Y da la razón de su afán: dejar testimonio "de un escenario crepuscular y en mutación, el de un fenómeno que reclamaba ser historiado, pensado, aunque solo fuera para que lean sobre él quienes también se han sentido en librerías de aquí y de allá como en embajadas sin bandera, máquinas del tiempo o páginas de un documento que ningún Estado puede expedir".
De aquellos puestos ambulantes que habrían sido las primeras librerías griegas a la compra de volúmenes al peso para tapizar con "cultura" las casas de los poderosos romanos; del espacio excluyente del monasterio medieval a la demanda cada vez mayor de textos por los estudiantes de las universidades europeas, la circulación, el intercambio y el comercio de libros reclamaron siempre un espacio singular. Verdaderos palacios se han erigido para investir esa actividad; edificios que rendían tributo a la gravedad, a la íntima nobleza de la relación del lector con ese que será su libro; el que subrayará o anotará, el que no querrá prestar, el que será tierra firme cada vez que quiera regresar; también, ese otro que lo habrá decepcionado, o que, al cabo de los años, como los sentimientos que soñamos eternos pero se marchitan, ya no encuentre sitio en su biblioteca.
Cómo serán las nuevas librerías es imposible saberlo. Mientras el mañana llega, la cita que Carrión hace de un escrito de Romano Montroni vuela como homenaje a las librerías en las que hasta ayer fuimos felices: "El polvo es un tema de vital importancia para un librero. Si limpia el polvo por la mañana, durante la primera media hora, de arriba abajo y en el sentido de las agujas del reloj. Al desempolvar, el librero memoriza dónde se encuentran los libros y los conoce físicamente". Toda una declaración de amor.