Los dos lados del mostrador
Nuestra mente está inundada de ideas talladas en roca basáltica, juicios a priori, un andamiaje conceptual del que es casi imposible salirse, porque ni siquiera vemos su trama densa y de apariencia irrefutable. Tal vez una buena vida no sea sino aquella que dedicamos a desmalezar, como el buen jardinero, todas las supuestas verdades que nublan la visión y el pensamiento.Muchas dependen de la época. Uno ve hoy algunos vetustos programas cómicos de TV y descubre que eran tan denigrantes para la mujer que la risa de antaño muta en vergüenza. O, como se decretaba en mi infancia, que los hombres no lloran. Este artero truco sintáctico de amalgamar una frase verbal (no deben llorar) en un presente del indicativo activo era siniestro, porque le confería a un mandato las propiedades trascendentales del ser.
De tales máximas hay una que me parece la más misteriosa y en la que sigo creyendo. Es la que dice que todo vuelve. Pura fe; no puedo demostrar que tal equilibrio cósmico exista, pero la idea es fascinante y siempre intenté rastrear sus huellas sutiles y su accionar silencioso.
A veces siento que eso de que todo vuelve tal vez no sea tan complejo e inasible como suena. Quizás, en la incontable suma de los actos cotidianos e insignificantes (¿qué es insignificante para quién?), se arraigue el equilibro de todas las cosas en todas partes todo el tiempo. Lo ignoro, pero escuchen esta historia.
Durante el servicio militar, mis destrezas mecanográficas, aunque escasas, me ganaron un puesto en una oficina donde se cursaba toda clase de trámites del cuartel. Una tarde, el jefe de la sala de armas, un sargento joven, tranquilo y metódico, me pidió que intercediera respecto de una licencia que necesitaba por algún motivo familiar que los años han borrado de mi memoria.
Se la habían denegado, pero para él era vital y, en su desesperación, recurrió a un soldado raso. Podría haber ignorado su pedido, para no contrariar a mi jefe -un hombre temible-, pero su pesar me afectó, y, al día siguiente, tercié por aquel sargento y conseguí que le otorgaran su licencia. Cuando le di la buena noticia, me lo agradeció muchas veces, dándome la mano y mirándome a los ojos, sin esos formalismos castrenses que, por mi carácter tan poco protocolar, tanto me fastidiaban.
La historia debería terminar aquí. Un acto bondadoso. Fin. Gracias por venir. Cae el telón. Pero no.
Casi dos años más tarde, la vida me conduciría al cuartel otra vez, en mayo de 1982, para combatir en una guerra. Ya he escrito sobre los primeros momentos de estupor, pero mi principal problema, en los días siguientes, fue que el fusil que me proveyeron no tenía guion. Modestia aparte, soy bueno tirando, siempre y cuando el arma tenga el aparato de puntería completo; de otro modo, solo sirve para hacer ruido.
Después de mucho meditarlo, concluí que había un solo lugar donde podía encontrar una solución: la sala de armas. Como me habían ascendido a cabo, no tuve que pedir ningún permiso. Fui, golpeé, entré y hubo un instante de anagnórisis. El mismo sargento seguía a cargo.
No medió mucho diálogo. O acaso se me ha olvidado. Deposité el fusil sobre el mostrador, lo observó, negó con la cabeza, indignado, buscó algo en un cajón, y me puso el repuesto en la mano. Era un guiño. Preguntó:
-¿Te arreglás con esto?
Le dije que sí y del primer franco volví con mis herramientas dentro del estuche de una calculadora Texas Instruments, detalle ínfimo que se grabó en mi memoria por la gravedad que tenía este asunto.
En condiciones normales habría llevado días (que tal vez no tenía) obtener esa pieza. Pero la rueda había girado y ahora el sargento estaba al otro lado del mostrador. ¿Fue esa la razón? ¿O habría sido igual de generoso con otro soldado? ¿De ser así, ese es el motivo por el que lo había ayudado dos años antes, sin conocer los mecanismos secretos y atemporales que guían nuestras acciones? No lo sé, pero te deja pensando.