Los jóvenes al poder
En algunos ambientes oigo hablar de los jóvenes del kirchnerismo y del cristinismo -La Cámpora y otras formaciones- casi como si se tratara de la invasión de los marcianos de los tiempos del cine mudo. En ámbitos menos alarmistas se observa esa preferencia gubernamental por nombrar profesionales con pocos antecedentes públicos, con preocupación por su capacidad para resolver los asuntos complejos que se les confían. En el oficialismo, estas promociones provocan alegrías, celos y roces, según la postura de cada uno. Y en las dispersas fuerzas opositoras se admite -generalmente en voz baja- que los cambios generacionales son la savia de la renovación política a la que toda fuerza dinámica debe aspirar.
El denominador común de esas percepciones es reconocer que hay sangre nueva en los asuntos públicos. Empezó a verse en la gestión presidencial de Néstor Kirchner y parece acelerarse a medida que avanza la segunda presidencia de Cristina Fernández. Si el asunto se mira sin prejuicios y con cierta lucidez histórica, puede admitirse que después de la crisis institucional, política, económica y social de 2001, era dable esperar recambios. Incluso puede decirse que, por suerte, la sociedad argentina va mostrando capacidad para curarse de sus heridas abriendo puertas, gracias a la vigencia de la democracia.
La llegada de jóvenes, y muy jóvenes, a la vida pública es casi una constante histórica que habla de rasgos identitarios argentinos que no hemos estudiado en profundidad. Pero por lo súbito de estas apariciones en tantos momentos del último medio siglo podemos adelantar la hipótesis de que ese impulso y su tono desordenado es una manifestación palmaria de nuestra insuficiencia institucional republicana. Y así, la buena noticia del vigor juvenil que llega no garantiza, por sí sola, la calidad del recambio.
Hemos tenido emergencias. En sus altos años, Carlos Muñiz me hablaba de su perplejidad y sus ansiedades cuando en 1955 le tocó ser subsecretario de Interior del ministro Busso en tiempos de la Revolución Libertadora. Sobre él recaía no sólo el trabajo político de ese ministerio, sino también el peso ejecutivo de restablecer las libertades, ordenar las instituciones, revivir los partidos políticos, dar directivas a los interventores federales de todas las provincias, garantizar el orden público e intervenir en el dictado de los decretos-leyes que reemplazaban el interrumpido orden parlamentario. Carlos Muñiz tenía treinta años. Después fue un leal y dedicado funcionario político y embajador de carrera de todos los gobiernos y creador de almácigos juveniles como el Instituto del Servicio Exterior de la Nación.
A aquella administración le sucedió la presidencia de Arturo Frondizi. Y en su ruptura de la UCR lo acompañaron miles de jóvenes radicales que nutrieron los Poderes Ejecutivos y los Legislativos de la Nación y las provincias. Muchos tenían menos de treinta años y ocuparon un amplio espacio de la vida pública durante las décadas siguientes. Algunos todavía son activos en el periodismo, las ideas y los trabajos partidarios: todos ellos formados y crecidos en un ideario democrático.
No tuvieron la misma escuela los miles de jóvenes que irrumpieron en la vida pública a partir de los años 70. Ni las dictaduras redentoristas de la época ni la escuela de la lucha armada que alentó Juan Perón desde el exilio les dieron un sistema de valores que los hiciera constructivos y creadores. Allí estaban los jóvenes de ese tiempo, entrando en la política, pero a una política que los empujaba a la perdición, incluso y terriblemente, la perdición física.
La refundación democrática de 1983 abrió otro gran espacio para los jóvenes. Llegaban al gobierno con Raúl Alfonsín y muchos gobernadores de distinto color político. En el radicalismo surgió el activo grupo de La Coordinadora, que también levantaba resquemores y suspicacias. Sin embargo, aquellos muchachos protagonizaron momentos decisivos. A la muerte de Rubén Rabanal, Jesús Rodríguez debió asumir la presidencia de la Comisión de Hacienda y Presupuesto de la Cámara de Diputados con sólo treinta años. Y a los 34 fue llamado por el presidente, en su última etapa, para enfrentar, como ministro de Economía, la hiperinflación. En un mes de gestión, Rodríguez contuvo la "espiralización" y el equipo siguiente del ministro Rapanelli, ya con Carlos Menem de presidente, pudo tener inflaciones de un solo dígito mensual. Cuando las elecciones del 6 de septiembre de 1987 dejaron al presidente Alfonsín sin mayoría en ambas cámaras, un Enrique Nosiglia de 37 años fue puesto a cargo del Ministerio del Interior. Fue el más largo tiempo de un Poder Ejecutivo en minoría parlamentaria y, sin embargo, a ese tiempo debe la República dos leyes fundamentales y aún vigentes: la de coparticipación federal de los impuestos y la ley de defensa nacional.
Esta rápida, desigual y seguramente injusta recorrida por experiencias del pasado mediato permite extraer algunas lecciones. La primera de ellas es esta vocación argentina por el ascenso y la entrada de los jóvenes en la política, que debe ser reconocida y, a mi juicio, celebrada. La segunda es que esa entrada exige garantizar no sólo la buena docencia para los entrantes, sino también la buena marcha del funcionamiento del Estado.
La buena docencia es el entramado de valores de vida y de acción política que vamos a transmitir si queremos bien a esos jóvenes y si estamos advertidos de que sobre sus hombros descansará el futuro del país. Cuando en el pasado esos valores fallaron, los frutos resultaron envenenados: no nos cansemos de recordarlo. La buena escuela es la de la buena política, que idealmente debe darse en los partidos políticos, hoy tan desangelados. Cuando no, debe provenir del ejemplo personal de los dirigentes mayores, lo que el rey de España ha llamado recientemente "la ejemplaridad".
La otra parte de la escuela de dirigentes depende, justamente, del Estado, que también he dicho debe tener garantizada su buena marcha. Y esto merece unas precisiones.
En una sociedad compleja como la nuestra, siempre existen en el Estado, en todos sus niveles, funcionarios de carrera que, aun sin la excelencia de los aparatos estatales de los países más organizados, poseen formación, experiencia e idoneidad, que no pueden ser desechadas. Cuando en 1974 fui nombrado director nacional de Comercio Exterior consulté a mi jefe y luego maestro, el embajador Leopoldo Tettamanti, sobre la relación con los funcionarios de carrera de ese ministerio. Tettamanti me dijo: "Hay que fijar las políticas, el 95% de los funcionarios se encolumnará, porque ésa es la esencia de sus carreras; del 5% de díscolos o corruptos nos ocuparemos caso por caso". Esta sabiduría es vital para que funcione el gobierno y para que los jóvenes aprendan. Y en todas mis tareas -en Nación, universidad y ciudad- siempre me encontré con funcionarios veteranos que fueron esenciales al mejor desempeño de las tareas. Sin escucharlos, no hay esperanzas de no "meter la pata". Lo que se requiere del funcionario político no es sustituirlos, sino saber escucharlos discriminando las respuestas según los objetivos de gobierno y haciendo un control cruzado de información para detectar eventuales dolos. ¡Pero pobre de los dirigentes políticos que desperdicien ese capital público!
En el presente, las dudas pueden estar centradas en esta cuestión del aprovechamiento y la relación entre los funcionarios políticos y el Estado. La incorporación de jóvenes a la política debe hacerse preferentemente en los partidos, pero si su llegada se hace directamente a las funciones políticas, el único puente apto para su integración es esta relación con las estructuras de carrera. ¿Cómo funciona este puente en el kirchnerismo?
Muchos de los errores sucedidos en la gestión pública de los últimos tiempos en el Gobierno dan la impresión de que la experiencia administrativa no ha sido aprovechada. Y si hay una desconfianza o una negación del papel que juegan estas estructuras preexistentes, entonces sí la aparición de jóvenes sin experiencia en altos cargos de la gestión política es peligrosa. Peligrosa y eventualmente estéril para ellos, que no podrán formarse, y peligrosa para la marcha de la administración, porque se cometerán errores que la estructura puede evitar porque tiene memoria.
La memoria del aparato del Estado es una gran escuela y un seguro de buen gobierno. Lo que nos provoca una cierta ansiedad en el tiempo presente es que el aparato del Estado no está siendo reforzado, calificado y jerarquizado. Y, en ese marco, la llegada de un joven con ganas y con respaldo político puede ser disolvente. No por su condición de joven, sino porque falta el marco de su ingreso y de su desempeño, el partido, y el aparato del Estado con el cual debe interactuar.
Una de las mejores reformas en el aparato del Poder Ejecutivo Nacional se hizo durante el ministerio de Adalberto Krieger Vasena. Todavía se usa la grilla de jerarquías que entonces se creó y que fue llenada por profesionales que ingresaban por concurso, allá por 1968. Recuerdo haber asistido -yo era entonces periodista- a una conversación de ese ministro con su jefe de Gabinete, Enrique Carrier, sobre la urgencia de esa reforma. El ministro dijo entonces: "Para un buen gobierno, nada mejor que un buen Estado".
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