Relatos del otro lado de la cordura
La línea es delgada, tan delgada que hacemos como si no lo fuera. Quizás para tener un poco menos de miedo.
Leo La confusión, libro de Manuel Alemian publicado por Letra Viva, y está ahí: la extremada delgadez de una frontera dúctil. La línea que dice que de acá para allá habitan los que quedaron del otro lado de la cordura, y de este lado, desde luego y qué duda cabe, permanecemos nosotros.
Los relatos que integran La confusión son breves, despojados. La voz que cuenta es realista y lo que se cuenta no es fácil: pequeñas postales de la vida cotidiana en un hospital psiquiátrico cuyo nombre no se menciona, y ni falta que hace. El punto de vista es el de los pacientes; los otros -esos de los que no sabemos nada- son los médicos, psicólogos, psiquiatras, enfermeros, alguno que otro familiar. Las historias, austeras y límpidas como cristalitos engarzados, desgranan las voces y los gestos donde se encuentran Jorge, intérprete de Dios; Hazen, iraquí que apenas entiende el castellano; Juan, gran cebador de mate y tozudo enemigo de la medicación; Gabriel, que pinta flores dadoras de buena fortuna; Raúl, que no reconoce su propio cuerpo; Roberto, que se lamenta porque no le depositan el sueldo que merece como soldado de la patria que supo matar dragones.
A La confusión sigue, casi a modo de apéndice, Diario de un limbo mental. Aquí de lo que se trata es de hablar en primera persona: un diario sin fechas escrito por alguien que transitó las mismas salas por donde andan Jorge, Juan o Roberto; que las transitó y ahora está afuera, recorriendo los pasos del otro lado de la línea, esa que de repente puede ser tan delgada. "Parece que fue ayer cuando dormía en la sala, en ese colchón chato, y sufría y no sabía bien qué pasaba -escribe Alemian al comienzo del Diario...-. Hoy ocurre lo mismo, en un sommier, ya en casa, sin saber qué pasa, qué pasará mañana".
Aunque obvio, el diálogo entre las dos partes del libro no es estridente. Tampoco es estridente nada de lo que se cuenta en la primera parte, mal que le pese al folclore cruel de tanto relato de encierro. En su austeridad, Alemian se permite algo así como hilos, muy discretos, de humor. Incluso de ternura. Está entonces Cecilia, que visita a su novio "todos los días, después de comer, a eso de las dos". Cecilia visita a Esteban, que está internado. Alemian nos cuenta -nos hace ver- cómo lo aguarda en la sala de espera, cómo se encuentran, se abrazan, se besan, se toman de la mano y se sientan siempre en el mismo lugar, junto a una ventana de esa misma sala. Ella saca el mate, lo prepara, y los dos hablan y hablan, muy bajito, aislados de todo. Una minúscula burbuja, Cecilia y Esteban; él, dentro del hospital; ella, afuera. Juntos.
Está también la ferocidad, y el difícil logro de contarla sin ceder un milímetro al regodeo. Sabemos así de los que caminan "como zombis", encorsetados en el "chaleco químico" de cierta medicación; los que se encolerizan, los que lloran. Hay muchos que lloran, recluidos en un rincón de la sala o desplomados sobre el lecho. Simón fue uno de ellos. Recién llegado, despistado, ignorante de los códigos no escritos de los internos. Así, nebulosamente aturdido por la medicación, violentado por otros pacientes y asqueado por la falta de higiene, Simón terminó su primer día de internación: acuclillado, gritando, llorando.
"No hay deseo, o más bien un solo deseo: curarme", anota Alemian en la segunda parte del libro. Recuerda el día en que ingresó a la guardia. Con él estaba Eduardo, cuya crisis se había detonado de tanto estrés y de tanto manejar su remise. También estaba Oscar, hombre grande, arquitecto que, deprimido ante la imposibilidad de conseguir trabajo, había intentado suicidarse. Delgada, la línea: una heridita mínima, allá en lo hondo del ser, que de repente se abre, se hace llaga, desborda. ¿Y quién no sintió, alguna vez, el embravecerse de esa marca?