Napoleón v. Maquiavelo
Waterloo es el pequeño municipio belga de Brabante, lugar simbólico para poderosos y paradigma de todo desastre consecuente a los empecinamientos torpes, como lo fue la fuga de Napoleón Bonaparte desde la isla de Elba -donde estaba confinado frente a la Toscana meridional- para volver a reunir un ejército galo y dar batalla a sus enemigos aliados y terminar definitivamente derrotado.
La moraleja consiste en señalar que los que se creen con más poder y sueñan con el retorno suelen estrellarse contra el fracaso final.
Para los expertos en temas militares, sin embargo, la curiosidad los ha llevado a través de los tiempos al escenario de esa batalla, itinerario de monumentos en la que algunos revisan una y otra vez los vaivenes de sucesivos fragores desangrados durante cuatro días (entre el 15 y el 18 de junio de 1815). Allí, los 122.000 hombres de los batallones napoleónicos se batieron contra el doble de legiones de ingleses, alemanes, belgas y holandeses mandados por Wellington y Blücher.
Como se sabe, los combates cambiaban la suerte de los enfrentados hora a hora, por lo menos hasta la definición que le impuso Blücher. El derrotado Napoleón fugó y en su carruaje dejó abandonadas algunas pertenencias, libros y papeles. Otros protagonistas menos rutilantes -pero más prolijos-, produjeron una copiosa acumulación de memorias en las que abrevaron más tarde biógrafos y analistas.
Pero por más que los detalles derramados en tanta bibliografía sirvan a la estrategia militar, la batalla quedó como un hito histórico por su trascendencia política. No hubo oficial de alto rango que no revisara parte de aquellos testimonios y que no soñara con recorrer cada rincón donde cambió el destino europeo. Muchos años después, por alguna de esas razones, o por todas, en otro carruaje llegó a Waterloo el general José de San Martín, invitado a recorrer el campo de batalla durante su exilio en Bélgica, donde conocían bien sus proezas andinas.
Para entonces, la perdurabilidad de varios imperios y la prolongación -ya decadente- de muchas intrigas y sueños cortesanos hacían renovar las ediciones de El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, eternamente denostado y elogiado. La más atractiva de las que circulaban decididamente pasó a ser la que agregó comentarios de Napoleón Bonaparte y que fue editada en París el 18 de setiembre de 1815, apenas dos meses después de la gran derrota y luego de una disputa entre editores alucinados por el hallazgo.
Los apuntes de semejante comentarista eran un negocio redondo para el que lo editara, aunque no está dicho si hubo derechos de autor para el flamante derrotado que moriría seis años después en la isla de Santa Elena. Y como las curiosidades de la historia constituyen un reguero inacabable, las últimas respecto de esa muerte -análisis científicos de su cabello escaso- sostienen que el emperador destronado fue lentamente envenenado.
Algunos biógrafos de Maquiavelo creen que también el tempestuoso florentino murió por envenenamiento -el 22 de este mes, hace 475 años-, en la casa natal del 16 de la calle Plaza, la actual Guicciardini, cerca del palacio Pitti que luce el suntuoso baño de Napoleón que no llegó a usar en Florencia.
Maquiavelo fue enterrado en 1527 al otro lado del río Arno, en el panteón de su familia en Santa Croce, donde quedó ignorado por dos siglos hasta que un inglés -lord Nassan Clavering- rescató sus cenizas. Finalmente fueron colocadas en el gran mausoleo labrado por Spinazi en 1787.
El mausoleo del encumbrado comentarista de Maquiavelo, se sabe, obliga a peregrinar hasta Los Inválidos, en París.
Entre lo rescatado en el carruaje abandonado por Bonaparte se encontró un manuscrito encuadernado que contenía la traducción al francés de diversos fragmentos del secretario florentino, descubriéndose finalmente que era una versión completa de El príncipe (la que se disputaron los editores parisienses), acrecentada por una infinidad de notas marginales del emperador destronado.
Ese bagaje de reflexiones napoleónicas respecto del tratado maquiavélico demuestra que El príncipe fue su libro de cabecera desde su generalato hasta verse coronado emperador en Notre Dame (1804). Pero también lo había acompañado en su anterior etapa consular. Finalmente, lo releyó y anotó aún en los diez meses de confinamiento en Elba, e interrumpir en Waterloo, y para siempre, esa polémica que había entablado como en un túnel del tiempo a casi tres siglos de diferencia de la vida y obra del florentino.
La publicación de aquellos comentarios, que tenían un carácter de uso personal, fue una indiscreción, según Edmundo González Blanco, autor del largo (doscientas páginas) prefacio de una edición castellana.
Los comentarios de Napoleón suenan a veces peyorativos para Maquiavelo, enjundiosos, pero severamente filosos y hasta contrarios a la figura papal. Buscan la identidad con Maquiavelo, cuando éste pondera una virtud nacional. "En los desafíos y en los combates de un corto número de contendientes -se lee en El príncipe , capítulo XXVI-, los italianos se muestran superiores en fuerza, destreza e ingenio a sus enemigos." Y anota Napoleón mucho antes de ser emperador: "¡Yo también soy italiano! Mis émulos no son más que franceses".
Y alimenta de inmediato su ego cuando la reflexión del autor continúa diciendo que esa fuerza y destreza peninsular "no se manifiesta así en los ejércitos; la única causa estriba en la debilidad de los capitanes (...) Hasta nuestros días no hubo, en efecto, varón alguno de bastante prestancia por su valorÉ" A lo que el corso respondió como mirándose a un espejo: "Al siglo XVIII, y sólo a él, estaba reservado producir a este hombre, inhallable hasta entonces", es decir, él mismo.
El genio y lo bárbaro
Cuando Napoleón ya era general, y sin soltar su libro preferido, releyó el capítulo Exhortación para librar a Italia de los bárbaros y consideró que "Maquiavelo hablaba como romano y tenía siempre en su mente a los franceses. Cuanto a mí, por lo contrario, los bárbaros que es preciso que eche de Italia son las casas de Austria, de España, el Papa, etcétera".
Para entonces no estaba resentido con los franceses, pero desterrado en Elba volvió sobre el capítulo Del genio de los franceses y anotó: "Aquí Maquiavelo describe el lado malo de los franceses que, en lo moral, son y serán siempre los mismos. Por eso han justificado el menosprecio que hacia ellos me infundió desde mi juventud este capítulo de Maquiavelo".
Los apuntes marginales sumaron ochocientas treinta y seis aclaraciones y por tramos se parecen a un coloquio viviente con el autor. Hasta se asemeja una discusión competitiva, como si el gran emperador quisiera aparecer más maquiavélico que Maquiavelo, difícil de superar después de aquella frase que perduró en los tiempos: "El fin justifica los medios".
El ejemplo más trágico y despreciable que Maquiavelo incluyó al final de su obra máxima quizá sea el que da cuenta del desapego ético de la política. Es cuando muestra los rasgos de Castrucio Castrasini, que dio batalla a los florentinos en guerras regionales. Además de señalar algo de su estrategia militar habilidosa y su valentía, puntualizó que Castrasini acostumbraba a decir que había que arriesgarlo todo sin espanto de nada. Lo justificaba asegurando que Dios es amante de los hombres valerosos.
Y prosigue sobre Castrasini: "En cierta ocasión mandó ejecutar a un ciudadano de Luca (al norte de Pisa) que había contribuido a elevarle al poder, y como le echaran en cara el haber hecho perecer a un antiguo amigo suyo, respondió que padecían un error porque no había ordenado matar más que a un nuevo enemigo".
La reflexión de Bonaparte sobre esa cruel anécdota es la última que aparece en el libro, pero no la última que anotó, ya que data de su época consular. Está de acuerdo con que un viejo amigo puede ser un nuevo enemigo. "¿Son otra cosa -apunta- los más de los que sirvieron para mi elevación? Un príncipe no debe conocer más que al amigo del momento, es decir, al que puede serle útil en el instante adecuado y olvidar todo sentimentalismo ante el peligro presente y futuro".
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