No hay desarrollo económico posible con corrupción
No hay suficiente conciencia en nuestra sociedad acerca del impacto que provoca la corrupción en nuestra economía; esta toma de conciencia es absolutamente necesaria para que se produzca un verdadero cambio en nuestra sociedad. Desde hace mucho observamos con profunda desconfianza el estado de los contratos sociales en la Argentina, tanto los que existen entre el Estado y los privados como los que se establecen entre los privados. Esa desconfianza no solo abarca la macrocorrupción, sino también la microcorrupción, que compromete en mayor o menor medida a todos los habitantes de nuestro país. Y sin confianza entre las partes, no hay contrato posible.
Las encuestas de opinión nos muestran que a la mayoría de la población le preocupa más la situación económica que la corrupción. Pero la realidad es que no se pueden resolver las cuestiones económicas de fondo si no se encara decididamente el tema de la corrupción. Es imposible que una sociedad se desarrolle sin respeto por la ley, con una justicia ineficaz y corrupta, y sin pactos mínimos de gobernabilidad a largo plazo.
Siempre inmersos en las urgencias del momento, perdemos de vista sus causas estructurales. Nos enredamos discutiendo dicotomías ideológicas, cuando en realidad la verdadera grieta a la que se enfrenta la Argentina es la que se da entre una sociedad prebendaria y otra no prebendaria, revelando la inexistencia de un contrato social integrador. ¿Cómo se desenvuelve este mecanismo? La corrupción activa la desconfianza y la incertidumbre, ante todo por la discrecionalidad de las decisiones de los actores públicos, semipúblicos y privados, convirtiéndose entonces en una de las principales barreras para el desarrollo. Nuestro planteo es que no habrá desarrollo económico ni humano si la sociedad no se opone firme y proactivamente a la corrupción.
Las consecuencias de la corrupción las padecemos todos. Su costo no está dado solo por los recursos que se detraen del Estado: el impuesto con el que la corrupción golpea al sector privado se traduce en menor inversión, menor crecimiento y menores ingresos para la sociedad. La incertidumbre legal que genera también implica horizontes de inversión más cortos, comprometiendo la calidad de las inversiones y la productividad general.
La corrupción a su vez conlleva una peor asignación de recursos toda vez que la inversión se orienta a sectores con rentas extraordinarias (por ejemplo, vía sobreprecios) en lugar de a sectores prioritarios. Al responder a los intereses prebendarios, el Estado se aleja de sus metas de utilidad social y compromete su propia planificación de largo plazo. Ello resulta en un gasto público desmedido, una presión tributaria insostenible y desequilibrios que vuelven ineficaz el gasto social. En estas condiciones, no debería sorprendernos que nuestro país se halle frente a recurrentes crisis fiscales y de financiamiento externo que conducen a la devaluación crónica de la moneda, alejando al país de su potencial de desarrollo.
La debilidad crónica de nuestra moneda es justamente lo que mejor simboliza la ausencia de un contrato social. La moneda presupone la confianza pública para que funcione como unidad de medida, como medio de pago y como reserva de valor. Los excesos de generación de moneda, repetidos a lo largo de décadas, conducen a la pérdida de su poder adquisitivo, que sacuden con mayor fuerza a los sectores de menos recursos y llevan a perder la confianza en su función como reserva de valor. El hecho de que en nuestra sociedad uno de los bienes más preciados, tanto en lo simbólico como en lo real, como es el caso de la vivienda, se compra y se vende en una moneda que no es la del país, nos dice claramente que el contrato social, como mínimo, está muy devaluado. Estas crisis y devaluaciones a repetición abren grietas sociales y políticas de todo tipo, las cuales, en un círculo vicioso, impactan a su vez negativamente en la economía.
¿Terminará entonces imponiéndose el derecho del más fuerte? ¿El del más astuto? ¿Primará una dictadura de los poderes personales y no el imperio de leyes por todos acordadas? ¿Queremos tener una vida carente de sentido moral? ¿Qué se puede hacer para revertir esta situación que jaquea a nuestra sociedad civilizada?
La fuerza con la que se han destapado distintos entramados de corrupción nos presenta una oportunidad única para darle batalla y revertirla. Necesitamos sustituir pronto las oscuras viejas reglas de juego -tanto implícitas como explícitas- por otras nuevas y más transparentes, a fin de superar cualquier potencial parálisis del país y de la misma lucha contra este mal. Deben plantearse nuevos liderazgos e instituciones que desplacen a las viejas estructuras corruptas. La titánica contraposición de intereses en juego implica que se trata de una confrontación radical en la sociedad. Y si la sociedad civil no alza su voz, está otorgando impunidad a los corruptos.
Tenemos que tomar conciencia de la gravedad de la enfermedad que padecemos, así como de la urgencia y oportunidad que se nos presenta para combatirla. La corrupción es un organismo vivo que se adapta, se reproduce y se expande. Existen estrategias para combatirla, pero para que sean eficaces es preciso que se tome una decisión previa de combatirla por parte de la sociedad. La educación, la comunicación y la acción social, como motores de un compromiso colectivo, deben ser los pilares en esta batalla.
El nuevo contrato social que necesitamos exige que, independientemente de nuestras ideas políticas y proyectos, elijamos mayoritariamente decirle "no" a la corrupción en nuestra vida individual y colectiva. Es la manera de expresar que deseamos ante todo un país civilizado, libre y justo. Queremos plantear un nuevo paradigma: no hay desarrollo económico posible con corrupción. La alternativa es conformarnos con un destino de miseria económica y moral.
Serebrennik es ingeniero agrónomo y Calles, licenciado en Economía
Diego Serebrennik y Roger Calles