Originales somos todos: de la obra individual a la creación colectiva
Textos, fotos, datos e ideas que se comparten: en tiempos de apropiaciones, intercambios en red y pensamiento común, ¿qué es un autor? Los efectos sociales y los debates jurídicos de una época que valora la colaboración
La chica se sienta en la silla y desparrama sobre la mesa un bolso, un cuaderno con resortes, la bufanda, un gorro.
–¿Puedo?
–Sí, dale.
Los demás siguen en lo suyo. Sólo el que leía alza la vista, le sonríe, se corre un poco para que la recién llegada pueda sumarse a esa tribu de extraños. Sobre la madera, un cartelito ("Mesa comunitaria") y más tarde, una explicación a cargo de la camarera: "Tuvimos que poner ese aviso sobre todo por la gente que al principio se enojaba cuando venía cualquiera y se ponía en ‘su’ mesa. Pero ahora ya saben que esa mesa es compartida", dice.
Cafés codo a codo con desconocidos. Oficinas en las que conviven por un rato distintas empresas en turnos simultáneos, en eso a lo que ahora se le dice coworking. Ideas que –llevadas a o surgidas de la web– terminan convertidas en una concentración multitudinaria, como la del 3 de junio bajo el lema #Ni una menos. Soluciones que aún no se tienen pero que, intuimos, alguien en la multitud ahí afuera sí puede tener. O, mejor todavía, la sospecha de que ese megacerebro formado por terminales pensantes alrededor de todo el mundo podrá dar la clase de respuestas que una sola persona nunca podría aportar. Aunque en ese movimiento la noción misma de autor y originalidad, en sus aspectos conceptuales y jurídicos, queden en entredicho.
"Pensamiento colectivo", dicen algunos. "Crowdsourcing", dicen otros, recurriendo a una palabra novísima (nacida en 2006) y en la que se mezclan crowd (multitud) y outsourcing (recursos externos). Simplificado: ahí afuera (fuera de la empresa, fuera de la organización, fuera de nosotros) hay un enjambre de ideas a disposición que –interacción mediante– pueden lograr maravillas.
Hasta la NASA lo sabe. Precisamente por eso cuenta con un Centro de Excelencia para la Innovación Colaborativa (CoEC) y a través de él y de un portal de trabajo independiente se ha lanzado a la búsqueda de talento en la web. ¿Para qué? Nada menos que para terminar de desarrollar un robot llamado R2.
"R2 es el primer robot humanoide en el espacio, similar a un asistente-astronauta y manipulará diversas herramientas e interfaces en sus tareas diarias. Los modelos CAD que se desarrollarán serán representativos de herramientas que R2 puede utilizar en el suelo o en órbita", explica el comunicado del portal de empleo Freelancer.com. Habrá pues una serie de concursos que "llegarán a los 16 millones de usuarios ubicados en más de 247 países. La NASA también está interesada en la participación de estas comunidades en línea de cara al futuro para ayudar a contribuir en los esfuerzos de la exploración espacial".
La pluma plural
"Internet y sus redes sociales nos han dado la plena conciencia de un mundo de otros a nuestro alrededor que ahora son accesibles con sólo un clic", acota Alejandro Tortolini, miembro de Laboratorio de Tecnologías del Aprendizaje de la Universidad de San Andrés. "Y eso, a menudo, deriva en creación colectiva. ¿Algunos ejemplos? Mediante el videojuego Fold it, científicos de la Universidad de Washington anunciaron que un grupo de jugadores resolvieron la estructura de una enzima de un retrovirus, un paso importante para diseñar fármacos contra el sida. Otro ejemplo es Tomnod, un sitio que puso a disposición de los visitantes fotos satelitales de la zona donde se perdió el velero argentino Tunante II y les pidió que señalasen cualquier objeto extraño que vieran en el agua, para ayudar en la búsqueda de los náufragos. También podría mencionarse el caso de Zooinverse, que pide la colaboración de los cibernautas para analizar fotos y poder estudiar, entre otras cosas, el cambio climático", precisa.
Sin embargo, Tortolini hace algunas distinciones. "Una cosa es compartir espacios esporádicos, como puede ser una mesa comunitaria o un espacio de mercado, en el que obtengo algo puntual y luego me voy. Otra cosa es la generación de espacios comunes para generar alguna acción conjunta y concreta. Está comprobado que las experiencias virtuales terminan propiciando el encuentro con el otro, pero para que eso se produzca y que a partir de ello se logre una construcción social concreta (una feria, un mercado, una colecta de libros para una biblioteca escolar, una compra comunitaria), es necesaria una cultura de reunión y de organización que tiene habitualmente una base familiar o barrial."
Contribuir, comunidad, participación: algunas de las palabras talismán de los tiempos que corren. Se comparten pensamientos, fotos, reportajes, debates, estados de ánimo en una conversación interminable. Y multitudinaria, porque cada computadora y dispositivo se ha transformado en un aleph portátil: todas las miradas, todas las voces reunidas en esa pequeñez.
Pero no sólo eso. Al mismo tiempo, algunas fronteras entre nosotros y los otros se han vuelto irrealmente porosas. ¿Quién habla? ¿Quién dice realmente cada cosa? ¿Quién lo pensó primero? Y en el camino, algo de lo que antes parecía ser tan obvio (lo mío, lo tuyo, lo de él) también pierde espesor y cada cosa –cada frase, foto e historia– parece haberse desenganchado de su raíz y flotar libremente para que cada quien la atrape y sume a su propio decir.
Como en los mitos urbanos, también aquí el origen de las cosas es lo que menos importa. Cuenta sí la variante, la versión, lo que cada uno aporta. En parte, "porque siempre hay un antes desde el que se crea. Todas las invenciones siempre tienen un pasado", explica el escritor y periodista cultural Marcos Mayer, autor del libro Artistas criminales. "Nadie es pues el primero en nada. Ni siquiera uno mismo. De hecho John Fogerty, integrante de la banda Creedence, cambió de sello discográfico y la compañía anterior le hizo juicio por plagiarse a sí mismo –ejemplifica.– No creo que sea la cultura de lo compartido lo que esté erosionando el concepto de autoría. Creo, sí, que Internet y las nuevas tecnologías están acorralando una idea que ya venía en entredicho."
La mente de la multitud
Allá, una flecha marcada con crayón verde en la pared de una tumba, y a las apuradas. Más allá, otra flecha, esta vez en labial rojo. Y más allá otra, escrita en algo que parecería ser carbón. Debajo de cada nueva flecha, la misma leyenda: "Jim". Así – de a pedazos, entre todos, entre muchos sin nombre– cada visitante del cementerio de Père Lachaise, en París, aprende dónde queda lo que queda del cantante de The Doors, Jim Morrison. Más que su tumba, más que el ritual absurdo de fumar un cigarrillo en su honor, lo que hace de cada visita algo conmovedor es ese mapa anónimo, reescrito una y otra vez por los peregrinos. Será que antes, mucho antes de esto que hoy algunos llaman "sociedad red", la idea misma de creación anónima y colectiva ya estaba ahí. Lo que tal vez haya venido a hacer la tecnología fue poner una formidable herramienta al servicio de ese impulso, a menudo con derivaciones impensables cuatro décadas atrás.
Claro que a veces –como en todo experimento– las cosas toman carriles curiosísimos. Por ejemplo, cuando esta suerte de vocación colectivista llega al mundo del arte. Nuevos retratos, la muestra de Richard Prince que en este mismo momento y hasta el sábado próximo se está exponiendo en la galería Gagosian de Londres, es un buen ejemplo. ¿Qué hay allí? Unas cien mil selfies ajenas, subidas a Instagram. Miles y miles de personas hacen morisquetas desde las paredes de una de las galerías de arte más prestigiosas del mundo. Frente a esto, críticos y público retoman la pregunta que nadie ha logrado responder hasta ahora ("¿Es esto arte?"), pero también revive el debate sobre el recurso utilizado: la apropiación. Esto es: se toma lo no propio, se actúa de alguna manera sobre eso (el verbo para definir esto no es "saquear" sino "intervenir") y voilà!: surge algo nuevo y, ejem, propio.
Prince es reconocido no sólo por haber hecho de ese pase de magia toda una escuela sino también por haber llevado el recurso al extremo. En una muestra anterior, por ejemplo, se dedicó a tomar fotografías de las fotografías de vaqueros alguna vez tomadas por Sam Abell para una famosa marca de cigarrillos. Llamó a eso "refotografía" y consiguió vender alguna de esas piezas en varios miles de dólares. A nadie se le ocurrió demandarlo por eso. Ni siquiera al fotógrafo cuyas fotografías "refotografió".
¿Será que la única manera de ser original es apostar a lo que alguna vez lo fue? Tal vez, pero no es sólo eso. A menudo en el mundo red lo que termina disparando alguna forma de repetición es la angustia. Frente a una historia que haya conmovido, el "no" simplemente no es una respuesta aceptable y los fanáticos de tal o cual serie, de tal o cual historia, se apoderan por su cuenta del tablero de mandos.
Pasó con Harry Potter: en el compás de espera entre una entrega de la serie y otra, muchos se largaron a fraguar nuevas andanzas para el niño mago. Pasó también con la exitosa película Crepúsculo (una novela para adolescentes sobre vampiros enamorados, de una de cuyas versiones de fans terminó derivando la exitosísima Cincuenta sombras de Grey) y, ya localmente, sucedió también con Farsantes, la ficción de Pol-ka. Cuando el programa salió del aire, sus fanáticas se lanzaron a escribir, cuando no a filmar.
"Las fan fictions son… increíbles –comenta Carolina Aguirre, coautora de la tira–. Hay espectadoras que una vez terminado el programa siguen escribiendo la novela ellas mismas en foros y en blogs, y otros fanáticos las van leyendo. Y es muy gracioso porque ves tus frases pero estiradas, en estilo rococó, ridiculizadas por un montón de adjetivos agregados. Vos pusiste: ‘El amor es un acto de fe’ y ellas ponen ‘El amor es un acto de fe porque el arcoíris tiene siete colores y es lo más hermoso que la vida nos pudo dar’. Han visto tantas novelas que conocen miles de escenas de amor cliché y las unen sin lógica. O te mandan los videos que editan con otros finales para tus capítulos o diez capítulos enteros como si Farsantes hubiera seguido. Después de un tiempo, ya sienten que es de ellas, no entienden que lo escribí yo. Se les va corriendo el centro, empiezan a decirte que hiciste todo mal y que les devuelvas su novela", comenta divertida.
El cuerpo del delito
El procedimiento no podría haber sido más básico: se toma un texto y se lo ceba con letras. Se lo leuda a fuerza de parches y parches de palabras, y así hasta convertirlo en una especie de colcha americana literaria. Después se bautiza a la criatura (incluyendo siempre el nombre del texto que se usó para la operación) y luego se publica ese artefacto mencionando a quien realizó las tareas de costura. Una tirada mínima. Doscientos ejemplares, digamos, de los cuales la mitad se regala a los amigos y algunos otros se venden a módicos nueve pesos.
Semejante iniciativa le costó a Pablo Katchadjian, sin embargo, una acción legal y le dio un refucilo de fama cuando María Kodama lo demandó por plagio. Por haberle dado de comer al Aleph hasta empacharlo, bajo el muy atinado nombre de El Aleph engordado. "Experimento literario", salieron en su defensa varios escritores, algunos de ellos unidos en el colectivo La Bioy Casares y exigiendo la nacionalización de los derechos de autor de la obra de Borges.
La duda sigue ahí: ¿qué sucede cuando en el ring no sólo se enfrentan una ley y la cultura del "compartido", sino también ideas opuestas acerca de las citas, las reescrituras, las apropiaciones?
Según Eduardo Bertoni, doctor en leyes y director del Centro de Estudios en Libertad de Expresión y Acceso a la Información (CELE), de la Universidad de Palermo, "nuestra ley de derechos de autor es de 1931 y pensar que una ley redactada hace más de 80 años es aplicable a la era digital es como mínimo cuestionable. Por otro lado, cada vez que requerimos información de un sitio en la web, lo que se genera es una copia. No pedimos autorización para eso, pero la copia sin autorización es considerada ilegal. Para peor, nuestra ley no tiene excepciones, como sí la tienen muchas leyes en el mundo. Chile, por ejemplo, hace pocos años advirtió el problema y modificó su legislación, por lo que ciertos ‘usos’ o ‘copias’ de obras protegidas no pueden ser sancionados".
Para Bertoni, pensar que no hay maneras de preservar los derechos de autor de obras en la era digital es, sin embargo, equivocado. "El problema es que nos movemos en una discusión de extremos: todo es libre versus nada es libre –dice–. La era digital nos permite ver que defender derechos de autor como lo hace la ley 11.723 fomenta en realidad la ilegalidad. Cuando una ley prácticamente no se respeta porque las circunstancias cambiaron, hace que nos merezcamos cambiar la ley, no las circunstancias."
¿Será acaso que ciertos permisos que uno suele dar por sobreentendidos en el mundo digital (tomar algo de aquí y pegarlo por allá, por ejemplo) desaparecen al cruzar de este lado de la pantalla? Por lo pronto, algo de la vocinglería de Internet ya está comenzando a filtrar el cristal de la pantalla. La escritora Esther Cross, de hecho, acaba de terminar una novela que, según explica, "llevará mi firma y al mismo tiempo no sería lo que es sin el aporte de algunos amigos, muchos de ellos escritores. Les pedí que respondieran un par de preguntas mientras la escribía. Enseguida llegaron los mails y sus voces sonaban muy bien unidas en el texto, por lo que las integré directamente. Los aportes de mis amigos son breves pero fundamentales y, si sacara alguno, la historia se desplomaría. Así que en rigor ésta vendría a ser mi novela grupal. Pondré los nombres de mis amigos al final, dentro del libro, una vez terminada la historia. Ninguno averiguó si sus respuestas irían firmadas, o quiénes más eran de la partida. Creo que eso significa algo. Y yo celebro lo que eso significa", dice.
O tal vez dicen los muchos que viajan dentro de su obra. Y de nuevo: ¿quién habla? ¿Cómo definir esta unidad multitudinaria? Eso que hoy somos: Aleph engordados, al menos hasta que llegue otro nombre mejor que nos contenga.