Por una cultura de la legalidad
Si alguno de los constituyentes de 1853 hubiera sospechado siquiera que después de más de un siglo y medio de atraso., de más de treinta intentos legislativos y de ríos de tinta sobre el tema, todavía estamos peleando para poner tímidamente en marcha la norma que obliga a que los juicios criminales se realicen por jurados, seguramente habría abandonado la prudencia, para imponer esa institución de inmediato. No se lo imaginaron; no porque fueran ingenuos, sino porque tenían la experiencia de las guerras violentas que precedieron a nuestra Constitución y no vislumbraban siquiera que esa pasión por la Constitución podría pronto trocarse en la irritante indolencia de nuestras elites, que degradan día a día las normas más elementales de nuestra ley fundamental o inventan las excusas más inverosímiles, hasta llegar al presente, donde el ingenio empleado en degradar la Constitución es altamente superior a la energía puesta para convertirla en el motor de nuestra existencia civil.
A esta altura de la historia, la postergación es tan escandalosa que sólo puede explicarse por la existencia de una antigua maldición de algún rey Borbón, despechado por nuestra República. Y eso también lo previeron nuestros constituyentes, ya que urgieron a los legisladores a que removieran cuanto antes (hace ciento cincuenta años) la legislación colonial y el establecimiento del juicio por jurados (art. 24 CN). Pero como gritaron a su tiempo Alberdi y Sarmiento, no hay peor carga para nuestra vida cívica que la pesada herencia inquisitorial, fuente de intolerancia, molicie burocrática y privilegio escamoteado a la legalidad.
El suave imperio de las normas
Ya se han puesto sobre la mesa todos los argumentos a favor y en contra del jurado. Sigue teniendo vigencia la distinción de Tocqueville: el jurado como institución judicial puede cometer los mismos errores que los jueces profesionales y no son garantía absoluta (¿acaso no tenemos una larga experiencia de los inmensos "errores" de la justicia exclusivamente profesional?). La justicia humana, por desgracia (o, por suerte, quien sabe), es falible. Sin embargo, como institución política, como mecanismo verdadero de participación ciudadana, es el mejor modo de que el pueblo gobierne y también aprenda a gobernar.
De todos los argumentos a favor del jurado, sólo quisiera destacar uno, determinante a mi juicio para la época que vive nuestro país. Los argentinos no nos llevamos bien con la cultura de la legalidad, con ese suave imperio de las normas que nos permitiría construir las bases de una sociedad de hombres sometidos a reglas igualitarias, que acaben con el privilegio, que nos permitan que las mayorías estén sometidas al Estado de Derecho y ver a las minorías respetando la voluntad mayoritaria que también se expresa en las leyes. Esta debilidad no nos surge de rasgos genéticos sino del descuido histórico para construir esa cultura de la legalidad.
Pero la cultura de la legalidad y la fuerza de las normas se cuecen a fuego lento en la vida cotidiana de la gente. Cada ciudadano que participa en la administración de justicia tiene la posibilidad de adherirse a la construcción colectiva del imperio de la ley y ratificar que ella no es un producto alambicado de profesionales sino un instrumento esencial de la vida colectiva, producto de ese principio cardinal que nos manda no hacer a los demás lo que no queremos que hagan con nosotros mismos. El jurado, los juicios públicos, los jueces de paz (o tribunales vecinales de equidad), la difusión comprensible de las sentencias (no la fundamentación abstrusa) son las grandes y viejas herramientas de la cultura republicana de la legalidad que nos empeñamos en olvidar. Esto y no otra cosa le llamó la atención a Tocqueville y le permitió afirmar la imperiosa necesidad de contar con jurados en una democracia con participación verdadera e imperio de la ley.
Pareciera que los jurados en nuestro país están malditos y somos nosotros los abogados quienes mantenemos viva la maldición que los posterga. ¿Cuál es la razón? Creo que es muy simple: no queremos perder el monopolio de decir el Derecho y de administrar justicia. Ese monopolio que genera un poder desmesurado de la abogacía, y por el cual estamos dispuestos a debilitar la ley para que no ofenda demasiado o no se aplique siempre o sepa hacer distinciones convenientes. Un monopolio que, como bien ha dicho Bourdieu, nos ha convertido a los juristas en guardianes de la hipocresía colectiva. Ojalá, cuanto antes, empiece la hora de los jurados y una generación más lúcida acabe para siempre con la maldición de los inquisidores.
El autor es Miembro del Inecip (Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales).
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