Responsabilidad de Arafat
El presidente Bush dijo que se requiere otro liderazgo palestino para poder negociar la constitución de un Estado en esa región. Pidió, fundamentalmente, otra actitud de los dirigentes ante el terrorismo, magno problema que vuelve inviables los esfuerzos por sofocar el trágico incendio que envuelve a ese pueblo y a Israel.
Bush no nombró al jefe de la Autoridad Nacional Palestina, Yasser Arafat, pero el mensaje concierne a éste en un todo: sin reparar ya en quién fue y en los procedimientos que usó, es cierto que es el caudillo de su pueblo y que desde esa posición no ha podido o no ha querido desactivar los grupos extremistas que militan bajo la bandera que sustenta.
En ambos casos su capacidad de diálogo con Israel se ha esfumado. En ese sentido, el pedido de remoción formulado desde Washington es de pura lógica y había sido anticipado con diversos matices y en variados tonos por otros funcionarios de menor nivel. Se lo presenta, además, como una definición en favor de Israel, referencia acorde con la tradicional influencia que en la política norteamericana alcanza la colectividad judía, pero que olvida la realidad feroz del terrorismo, desatado en efecto contra Israel, pero que constituye una agresión que supera las fronteras y hiere al conjunto de los valores humanos.
Es admisible disentir acerca de qué debe hacerse en Medio Oriente y sobre la cuota de razón que posee cada una de las partes en conflicto. Pero tales discrepancias en modo alguno pueden entrañar una justificación -así sea sesgada- del terrorismo y la equiparación de quienes lo ejercen con representantes políticos. Lo concreto es que la gestión de Arafat no detuvo el brazo sanguinario del extremismo y que la acción que éste despliega impide que haya genuinas negociaciones. Al margen de discusiones ociosas, es notorio que el fundado descrédito de la dirigencia palestina traba sine die el necesario y anhelado proceso de pacificación.
Conviene, pues, una remoción amplia y resulta absurdo tomarla como algo malo sólo porque la solicitan los Estados Unidos. Ella, inevitablemente, comprenderá a Arafat, a quien con independencia de sus responsabilidades personales le caben por entero las responsabilidades políticas de lo que está sucediendo. Aunque, por supuesto, su salida de escena no necesariamente alterará la impasse en que se hallan las negociaciones o aliviará la extrema tensión que generan los constantes enfrentamientos.
Porque la cuestión sólo en parte depende de Arafat y de sus colaboradores; lo esencial es que los reemplacen dirigentes de otra cepa, liberados de compromisos militantes y abiertos a una visión de fraternidad entre los pueblos. Y no es seguro que, hoy por hoy, hombres de esa índole tengan fuerza en el seno del pueblo palestino, combatido durante décadas por acontecimientos y prédicas que naturalmente lo ensimisman en un exclusivismo étnico que en nada ayuda.
El próximo paso deben darlo los palestinos. Tiene razón Arafat cuando dice que nadie puede imponerles un liderazgo. El tema, en realidad, sólo de soslayo es de los Estados Unidos y de Israel; son los habitantes de Gaza y de Cisjordania los que deben elegir la paz.