Sebreli, el intelectual inconformista
Con la celebración, este año, del medio siglo de publicación de la icónica Buenos Aires: vida cotidiana y alienación (1964), se conmemora el inicio de una nueva manera de interpretarnos: la de Juan José Sebreli, uno de los más estimulantes e independientes pensadores de nuestro tiempo, a quien la Legislatura acaba de distinguir como Ciudadano Ilustre de Buenos Aires. Desde aquel libro, este superhéroe del espíritu, dotado de los poderes de un intelectual inconformista y crítico, ha venido recorriendo solitario las calles de nuestra ciudad, a contramano de las masas que marchan en trance de adoración irracional a sus mitos, para enfrentar lo que ellas no pueden ver a sus espaldas: las oscuras fuerzas de la insensatez.
Como lo describió poéticamente el estupendo documental El Olimpo vacío, Sebreli viene cumpliendo entre nosotros desde hace medio siglo la ingrata pero valerosa tarea del pensador que solo, armado de su conciencia individual, en la tradición de los grandes humanistas, se expresa en libertad y sin condicionamientos como un Quijote que derriba falsos gigantes o un Prometeo que se burla del poder de los dioses.
Sin embargo, el mayor desafío y aporte a la atribulada sociedad argentina que ofrece la obra completa de Sebreli consiste en enfrentarnos a una controversia que nos ciñe y asfixia desde hace décadas: la paradoja de aquel que pensando de manera individual exalta lo universal (la ley, la ética, los principios, la razón, la verdad, lo que nos une armoniosamente con la humanidad), frente a quienes desde lo general, masivo o popular proclaman las virtudes de una comunidad particular y única (la tradición, la historia, la patria, la cultura propia que nos distingue del resto de la humanidad).
En otras palabras, ¿cómo buscar en cada uno de nosotros, desde nuestra conciencia libre e individual, sin los condicionamientos materiales y espirituales que sufren las masas, aquellos bienes universales, éticos y legales, de verdad y justicia, que coincidan con el legítimo bien particular de la comunidad y de la patria, sin que esto último signifique que con argumentos chauvinistas o demagógicos nos dejemos arrastrar como ganado que llevan de las narices?
Todos los países padecen esta tensión en una u otra medida y en diversos momentos históricos. Thomas Mann, por ejemplo, en su Doctor Faustus, recreó formidablemente el debate extremo entre dos jóvenes alemanes, quienes durante la entreguerra oponían el bien relativo de la comunidad que avizoraba desafiar al mundo con razones particulares nacionalistas, frente al mensaje universal de la vieja tradición alemana de Bach, Beethoven, Goethe y Kant.
La Argentina, acaso debido a su compleja índole multicultural, no ha terminado de resolver este dilema. Si bien el programa de Alberdi en Las bases consistió, en esencia, en un manual para arbitrar en aquella disputa mediante la conjugación del historicismo y un republicanismo ad hoc, extraviamos aquella brújula en el camino. Durante más de medio siglo, y aun hoy, la Argentina ha venido padeciendo dramáticamente bajo esta paradoja entre ser individuos incapaces de sostener lo universal y masas impedidas de tolerar lo particular. Esta tensión nos ha enfrentado entre nosotros y contra el mundo. Como bien lo ilustra El Olimpo vacío, la lucha entre militares y terroristas, y la Guerra de Malvinas -dos ejemplos contundentes de abusos de valores universales en nombre de argumentos oportunistas- han sido experiencias desgarradoras.
No obstante, es tiempo de que nos dispongamos a transformar esta tensión en una dialéctica virtuosa y enriquecedora de esas dos fuerzas ínsitas en la idiosincrasia argentina, como lo logró José Hernández con su poema homérico, como está implícita en la esencia del tango, como lo sustanció Borges entre Barracas y el cosmos de "El Aleph", como lo universalizó Ginastera con su malambo o lo ecumenizó el papa Francisco desde las villas porteñas hasta las puertas del cielo. Hemos demostrado saber armonizar el barrio con el campo y el universo, de igual modo que el humanismo progresista y liberal que pregona Sebreli se ensambla naturalmente con el ambiente urbano, como exhibe aquel film, y puede hacerlo con la mejor y virtuosa tradición comunitarista que también ha distinguido a la cultura argentina.
La respuesta a este dilema se halla en una revolución que iniciamos, pero dejamos inconclusa: un alzamiento educativo que nos libere de las cadenas espirituales de la ignorancia que medra con la indigencia de las masas. Para que cada uno de nosotros pueda ser un ciudadano libre, no sólo externamente sino, sobre todo, en su capacidad autónoma de pensar sin tutelas mentales, con la fortaleza necesaria para resistir los acechos del poder y los prejuicios ideológicos, o los condicionamientos materiales de las crisis, la miseria y el clientelismo, se requieren sobre todo las herramientas de la educación, que en primer lugar enseña a ser dueños de nosotros mismos, de nuestras propias ideas, derechos y responsabilidades.
Abundan en nuestra historia los cultores de esta poderosísima arma, la más temida por cualquier tirano, pues la educación libre tiene como propósito superior la verdad, la que, conforme a la máxima evangélica, "nos hará libres". Lo demás vendrá de suyo y entonces todos juntos podremos ser como Sebreli: superhéroes de nuestros propios destinos.
El autor es diplomático de carrera