Sin libreto y sin ensayos
Supongamos que te dieran la posibilidad de volver a vivir un momento de tu vida. Unos pocos fotogramas significativos, no mucho más que eso. Y sería solo revivirlo, no alterar el pasado ni volver a tomar esa decisión de la que hoy te arrepentís. A todos no pasa. Se llama ser humanos. Nos equivocamos, metemos la pata. El alma es una biblioteca repleta de volúmenes de pelaje variado. En un estante están los gruesos tomos con el registro de todas nuestras decisiones; solo las decisiones conscientes, en este anaquel. Las otras, las que tomamos sin darnos cuenta, están allá, en el pasillo de enfrente. Ni unas ni otras pueden cambiarse, lo sabemos. En realidad, nada del pasado puede cambiarse, pero por algún motivo las malas decisiones son las que más nos duelen, incluso cuando esos errores han ido tallando nuestra identidad, templándonos. No menos que esas otras, las que nos enorgullecen, las que volveríamos a tomar y las que creemos que nos definen mejor. Ay, el ego.
Como sea, en este viaje fantástico vas a poder volver a vivir unos minutos de tu vida. ¡Qué obsequio maravilloso! Pero tomate tu tiempo para meditarlo. Porque de todos los momentos, solo es posible elegir uno. Para escogerlo, por lo tanto, es menester que lo recuerdes. Es verdad que podríamos sentirnos tentados de elegir algún acontecimiento de la infancia del que solo tenemos memoria por lo que nos han contado –o por lo que sospechamos–, pero mi mejor consejo es evitar esa clase de momentos. Quién sabe si un adulto es capaz de tolerar el sufrimiento de ser niño. O esa dicha en carne viva.
No es el único riesgo, sin embargo. Por ejemplo, ¿deberíamos elegir un momento que involucre a otras personas? No lo sé. Por un lado, es poco probable que de una escena memorable (quiero decir, tan memorable) no hayan participado otros actores. No digo que sea imposible, pero es poco probable. Es cierto que nunca sabrán que volviste a vivir aquel momento (y si se los contás, no te van a creer), pero qué ocurre si al final no era tan extraordinario. ¿Acaso no alteraría nuestro presente y el juicio que de esas personas nos hemos formado? ¿Cuánto de lo que somos se define más bien por lo que creemos que fue y no por lo que realmente fue? Más aún, hasta qué punto estamos dispuestos a sacrificar lo que hay que sacrificar para un viaje de esta naturaleza. No parece, cuando nos lo plantean a bocajarro y nos sentimos de inmediato tentados con un viaje así, pero para volver a experimentar un instante de nuestro pasado –ese beso, ese alumbramiento, ese reencuentro– no podemos seguir siendo los que somos ahora, sino que tenemos que volver a ser los que fuimos entonces.
Tranquilos, el boleto dice que es ida y vuelta, así que al regresar de esta aventura volveremos a ser los mismos de hoy. Bueno, no exactamente, porque vivir algo una segunda vez nos cambiaría para siempre. Pero a lo que iba: ¿quién tiene el coraje de volver a ser el que ya no es y renunciar, aunque sea por un rato, a dos de las mejores cosas que traen los años? Me refiero a la experiencia y la perspectiva.
Así que ahí tenemos otro motivo de conflicto, antes de embarcarnos en una viaje tan tentador. Resulta que en todas las circunstancias de nuestra vida nosotros formamos parte de la experiencia. Dejando de lado que deberíamos volver a ser los mismos de entonces, ¿cómo sería posible volver a vivir un instante –ese beso, ese alumbramiento, ese reencuentro– si sabemos que lo estamos reviviendo y no simplemente viviéndolo?
Supongamos que tuvieras la posibilidad de volver a vivir un momento de tu vida. Ya no suena tan tentador como antes, ¿no? Pero en general atravesamos el tiempo que nos toca como si en algún momento pudiéramos rever y revisar, repetir, ensayar, corregir y dejar para después. No es así, y cada instante es siempre una última oportunidad. Lo que nos queda, luego, es solo la dulce memoria y, a lo mejor, el soñar despiertos.