Sin respiro, de la pandemia a la guerra
Después de dos años marcados por el coronavirus, el conflicto bélico en Europa tiene sobre nuestra sociedad un impacto intangible
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Un día descubrimos que los 13.000 kilómetros que separan a Ucrania del living de nuestras casas representan una distancia mucho menor de la que imaginábamos. La guerra se nos mete por la ventana de la televisión y de las redes. Nos conmueven imágenes que creíamos sepultadas en el tiempo. Se activan los recuerdos más traumáticos de una generación que llegó a convivir con la Segunda Guerra. Se reabren, en la memoria de los abuelos, heridas que parecían cerradas. Los chicos y los jóvenes tienen la sensación de que la ciencia ficción se convierte súbitamente en realidad.
Si nos parecía que la humanidad arrodillada ante un virus solo podía ser una escena arraigada en la imaginación, hoy sabemos que forma parte del territorio más doloroso de nuestra realidad global, social y familiar. Y si creíamos que una guerra expansionista formaba parte de los libros de historia, ahora comprobamos que también se conjuga en presente, para acentuar un clima de vulnerabilidad e incertidumbre que, por momentos, resulta sofocante.
Más allá de la complejidad geopolítica de un conflicto que hasta ahora parecía lejano, el estallido de una guerra en Europa contamina, inevitablemente, nuestro ánimo colectivo. Nos da la sensación de que no hay respiro: después de la pandemia, la guerra. Otra vez tenemos que aprender un diccionario que hasta ayer mismo nos resultaba ajeno. Así como hace dos años la conversación pública fue colonizada, de golpe, por el lenguaje de los infectólogos, hoy empieza a estar dominada por el que manejan los expertos en asuntos bélicos y militares. La violencia, la muerte, la desesperación y el miedo tiñen una parte del mapa, sin que nadie pueda abstraerse del todo.
Si algo hemos aprendido en las últimas décadas son las consecuencias –buenas y malas– de un mundo cada vez más globalizado e interconectado. Sabemos que entre un mercado de Wuhan y nuestra realidad más inmediata las distancias se diluyen. Sabemos que entre el atentado a las Torres Gemelas y nuestra vida cotidiana hay una relación directa: cambiaron nuestras formas de viajar, nuestra idea de libertad, nuestra conexión con sistemas de control y vigilancia. El conflicto provocado por Rusia tendrá inevitables consecuencias económicas que, más tarde o más temprano, afectarán a un país inestable como el nuestro. Pero hay efectos menos tangibles, difíciles de medir y calibrar en estas horas de conmoción internacional, que sin embargo empiezan a palparse en el ánimo social. Necesitábamos una bocanada de oxígeno, después de dos años de convivir con el dolor. Esperábamos que la libertad recobrara el centro de la escena. Necesitábamos reconciliarnos con un clima de esperanza. La crisis argentina se empeña, muchas veces, en nublar el futuro y sembrar el pesimismo. Pero al menos necesitábamos que el mundo recuperara su aire de normalidad. Aunque fuera una ficción, necesitábamos creer que podía existir un tiempo de mayor seguridad. Frente a esa necesidad, nos sorprende la guerra. Y se hace difícil eludir cierto desasosiego.
En estos días los chicos están volviendo a la escuela. Se encontrarán con maestros y profesores que deberán explicarles una guerra que no figura en ningún plan de estudios. Esa generación que aún sufre las secuelas del aislamiento y del encierro, que dejó de encontrarse en las aulas para encapsularse en las pantallas y debió lidiar con el dolor de la pandemia, ahora tendrá que entender por qué un país que produce granos, como el nuestro, y que tiene una población casi equivalente a la de la Argentina, está bajo el asedio de bombardeos y misiles. Tendrá que entender por qué TikTok y YouTube se llenan de imágenes de desesperación y de muerte, y por qué el mundo vuelve a tambalearse ante el riesgo de una nueva guerra mundial. Tendrá que asimilar imágenes de familias como las suyas forzadas a huir de sus hogares y su tierra. Las preguntas de los chicos y los adolescentes nos vuelven a conectar con la angustia: ¿cuáles son las expectativas de futuro con las que se formarán nuestros hijos?, ¿qué esperanzas y estímulos les ofrece la realidad?, ¿qué certezas podemos transmitirles en un contexto atravesado por la fragilidad y lo imprevisible?
Hay cierta sensación de retroceso que se vuelve a imponer. Si la cuarentena nos remitió a otros tiempos de la historia, la invasión rusa de Ucrania produce un efecto similar. Cuando la humanidad había logrado los mayores avances científicos y había alcanzado notables mejoras en su calidad de vida (aunque sin superar atroces niveles de desigualdad), el pasado emerge con sus peligros más primitivos. Por eso hay un hilo invisible que une al coronavirus con el autoritarismo de Putin: es un hilo con el que se teje una angustia social que hoy nos cuesta identificar, pero que atraviesa fronteras, culturas e idiosincrasias para condicionar nuestro ánimo colectivo.
Entre aquellos abuelos que vivieron la Segunda Guerra y estos nietos que conviven con el peligro de la tercera tal vez haya aprendizajes recíprocos que ayuden a lidiar con la angustia. Hay un pulso vital que, de una u otra manera, se impone frente a las adversidades. Hay lazos que unen a los hombres por encima de los antagonismos y las fracturas. Hay algo que a todas las generaciones les ha permitido ir hacia adelante, aunque el pasado se empeñara en detener la marcha. Puede parecer voluntarista, pero el diálogo intergeneracional quizá sirva de brújula en estos tiempos de oscuridad e incertidumbre. Es un diálogo que puede apelar a un lenguaje más constructivo que el que propone la guerra. Es difícil, por supuesto, pero tal vez el gran desafío de las generaciones adultas sea, en medio de la pandemia y de la guerra, ayudar a los más jóvenes a construir su esperanza. Esa pulsión vital quizá sea la mejor defensa frente a Putin, al coronavirus y a tantas otras amenazas que siembran el desaliento.