Sonreír no es solo mostrar los dientes
Ojalá me equivoque. No es que me guste. Todo lo contrario. Pero en este caso haré una excepción. Ojalá me equivoque respecto de la forma en que estamos saldando nuestras diferencias. ¿Soy yo o nos hemos ido volviendo cada vez más violentos? Dejemos de lado el drama de la inseguridad. Aparte de eso, nuestra sociedad, esta sociedad que se suponía civilizada, resuelve a menudo sus conflictos con agresiones bestiales que a veces conducen incluso a la muerte. ¿Así es como queremos vivir? ¿Tal es el ejemplo que les damos a nuestros hijos? ¿No deseábamos dejarles un mundo mejor? Imagino que coincidimos, al menos, en la idea de que un mundo violento no es un mundo mejor.
Hace un par de semanas, en un supermercado, un padre calificó a su hijo de cinco años con un insulto que, por decoro, no reproduciré; de los más procaces que se pueden proferir. Después le dio un manotazo en la nuca. La expresión del chico, luego de eso, fue una mezcla pasmosa de rencor puro y furia mal reprimida. El germen, allí, ya está plantado.
El ejemplo más repugnante y a la vez sintomático de este estado de cosas es el femicidio. ¿De verdad entablar una relación con un hombre puede convertirse, para una mujer, en una condena a muerte? Sí, a esa clase de abominación hemos llegado. ¿Cómo? Apostando por la violencia, por el cerebro reptiliano y por la idea delirante y obscena de que un ser humano es propiedad de otro.
Ojalá me equivoque, pero estoy estupefacto y asustado. Leo el diario todos los días. Nos hemos transformado en una sociedad crispada y convulsa, admitámoslo. El puñetazo, el escupitajo, la puñalada, el balazo y el fuego, válgame Dios, se han vuelto cosa cotidiana.
No se trata de mafias que ajustan sus cuentas impúdicas. Ahora, desde gremios y familias hasta simples rivales deportivos creen que la agresión resuelve algo, cualquier cosa, cualquier desavenencia, cualquier diferencia, grande o pequeña. Solapadamente, la violencia se nos ha instalado.
Respeto la vehemencia. Sé, y los que me conocen lo padecen cada tanto, que tengo un carácter algo más que fuerte. ¿Pero agredir? La vehemencia solo se concibe con el arbitraje de la razón, no con la lógica de la daga. No me asusta el que defiende sus convicciones, sino aquel cuya única convicción es la de ganar a toda costa. No me parece mal que, indignado, alguien levante la voz; me aterra el que vocifera alaridos que están al borde del bramido feral.
Se me ocurre que esta epidemia no es solo local. De otro modo no me explico cómo hemos encumbrado a líderes cuyos métodos son la agresión, el sarcasmo, la burla, el escrache y la descalificación. Sí, existe también una violencia del verbo.
En el otro extremo del dial, las noticias sueltas sobre crímenes aberrantes se suceden a diario, como un breviario demoníaco, como si empezáramos a naturalizar lo atroz, que se vuelve así siniestro.
Lo más espeluznante es que debajo de cada una de esas noticias subyace el mismo supuesto, la misma raíz putrefacta. Es decir, que la violencia sirve para algo. Pero piénsenlo un poco. La vida está repleta de conflictos, es una sucesión de disputas de toda clase y matiz. Si establecemos la violencia como imperativo categórico, el resultado es la aniquilación. Suena fuerte, pero les recuerdo que durante la Guerra Fría esta especie se acercó demasiado a ese abismo.
Es cierto, conviven, en la alquimia abisal de la conciencia, los instintos y la razón, la sonrisa y el mostrar los dientes, el zarpazo y el apretón de manos. Ojalá me equivoque, pero creo que hemos estado sembrando las semillas equivocadas. En ciertos casos, por simple negligencia. En otros, porque la épica de gabinete intenta con frecuencia adornar la violencia con un barniz de romanticismo o engalanarla con el estandarte de la justicia. Pero para mí no es un asunto abstracto. He visto mucha agresión muy de cerca desde muy joven. Créanme, ese camino no conduce sino al desastre.