Tan lejos y tan cerca
Tres inmigrantes chinos se encuentran con un genio que le concede un deseo a cada uno. El primero dice: "Extraño mucho mi tierra, permíteme volver", y el genio cumple. El segundo ruega: "Yo también extraño; llévame allá", y su pedido es escuchado. Finalmente, habla el tercero: "Extraño a mis dos amigos; quiero que vuelvan para acompañarme".
La historia, de un agridulce extremo, es narrada por uno de los personajes de la película La Salada, ópera prima del director Juan Martín Hsu. En la escena -una de las más melancólicas que recuerdo haber visto- es de noche, hay un bar de la periferia urbana, un inmigrante chino muy joven y muy solo, una mujer argentina, ya mayor y muy sola. Ella le pide que diga algo en chino. El cuenta la historia de los tres inmigrantes en su idioma, sin recurrir al español ni una vez. Cuando termina, ella lo mira profunda, cercana, dolorosamente. No entendió una palabra, pero sí escuchó lo central: lo intolerable de la tristeza del otro; la soledad y el desgarro asomando en cada inflexión de ese idioma remotamente exótico.
Hijo de inmigrantes chinos y taiwaneses, egresado de la carrera de Imagen y Sonido de la UBA, con varios premios y becas en su haber, Hsu conoce la materia de lo que filma. La Salada podría haber sido una clásica película de denuncia, pero no lo es; quizás allí radique algo de su particular belleza. Porque, en el marco de la cuestionada feria que hoy se extiende donde alguna vez funcionaron enormes natatorios populares, de lo que Hsu eligió hablar es de la inmigración. En su película hay actores que hablan chino, coreano, quechua. Personajes que llevan a cuestas, como un ropaje invisible pero palpable, el desconcierto, la extrañeza permanente. Ese licor amargo: el descubrimiento de que, una vez que se deja el lugar de origen, nunca se termina de pertenecer a ningún otro.
"Me gusta la noche", dice el personaje que interpreta Ignacio Huang. Le gusta porque cuando aquí es de noche en Taiwán es de día. En esos insomnios eternos, mientras acompaña virtualmente a sus familiares orientales, mira cine. Cine argentino: las escenas de Juan Moreira, Rapado, Nueve reinas se suceden, titilantes, en una desvencijada pantalla mientras él intenta hablar por teléfono con su madre, despierta del otro lado del mundo. Como afirmando que de eso se trata ser inmigrante: velar por estar cerca de quienes viven lejos; velar por aproximarse a quienes, pese a estar ahí nomás, permanecen a un abismo de distancia.
"Para mí los personajes de La Salada son hombres errantes, sin tierra, que se mueven en una especie de limbo por no tener un lugar", comenta Hsu en una entrevista que el crítico Roger Koza publicó en el blog Con los Ojos Abiertos. La feria de la Salada, esa "tierra de nadie", zona de límites difusos si las hay, es, en este sentido, el espacio ideal para lo que el director quería contar.
Algo distinto ocurre en el cortometraje Diamante mandarín, su trabajo más reciente. Allí la localización es precisa: los interiores de un supermercado chino en plena crisis de 2001. Al escuchar las noticias sobre los saqueos, la familia que lo dirige decide cerrar. Y el relato se encapsula: vinculado con el exterior sólo a través de la TV o la radio, el pequeño núcleo familiar transita la tensa espera, la incertidumbre, el miedo ante esos otros, sus vecinos -el ruido de gritos y golpes sobre la persiana del local-, de repente más ajenos que nunca. Al pensar en el día en que esa persiana vuelva a subirse -porque ese momento, indefectiblemente, llegará- recuerdo Polaroids de locura argentina, el magnífico texto que Bernardo Erlich escribió a propósito de los saqueos de diciembre de 2013. Allí alertaba sobre lo oscuro de la dinámica desatada tanto en 2001 como 12 años después: caos, barrios desprotegidos, vecinos que ven la oportunidad de robar, y van, y lo hacen. Sin importar cómo, con qué consecuencias ni a quién. "Y de eso no se vuelve, hermano -martillan las palabras de Erlich-. No se vuelve nunca más."
Pero habrá que volver. Habrá que encontrar el modo. Porque, si en buena medida nuestro país es fruto de la inmensa mixtura que se dio entre fines del siglo XIX y principios del XX, hoy asistimos a un nuevo, monumental, laboratorio de cruces culturales. Y en esos intercambios, cada día, se juega algo del futuro.