
Tucumán y su pobreza
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LA situación política, social y económica de Tucumán, conocida por generaciones como el "Jardín de la República", ha venido a ser infortunado centro de atención en estos días, merced a reiteradas manifestaciones oprobiosas de miseria, desnutrición y enfermedad. Aunque el tema de la pobreza en el noroeste argentino no es nuevo; un libro del brillante legislador socialista Alfredo Palacios, El dolor argentino , describió hacia la mitad del siglo pasado la pobreza y el abandono reinantes en amplias regiones del Norte, víctima, según criteriosas interpretaciones, de haber quedado al margen del gran florecimiento de la economía nacional registrado en las primeras décadas del siglo XX, basado en la fertilidad de las pampas y en la gran demanda mundial de su producción. Tucumán mismo, si bien compartía en muchos aspectos los índices de la pobreza regional, tuvo en aquel tiempo un nivel socioeconómico más elevado que las provincias vecinas. Hoy, en cambio, se les ha igualado en todo y, en algunos aspectos, quizá las haya superado para mal.
Poco se tiene en cuenta el hecho de que Tucumán posee una densidad demográfica superior a la de cualquier otra provincia argentina. Su pequeño territorio abarca sólo 22.500 kilómetros cuadrados, pero sus habitantes son 1,3 millón, es decir que hay 58 por cada una de esas unidades de superficie, proporción muy superior a la del país, que es apenas de 13 habitantes por kilómetro cuadrado. Pero esa densidad se acentúa aún más, pues la población se encuentra en su mayoría localizada en una franja estrecha, entre el cordón montañoso del Aconquija al Oeste y la llanura semiárida que la separa de Santiago del Estero.
Esa franja de lluvias abundantes alberga a la mayoría de los tucumanos. El azúcar fue la gran fuente de trabajo, ayudada a lo largo de toda una centuria no sólo por el clima excelente sino también por generosas subvenciones. Desde la década del 60 quedó en evidencia la imposibilidad de seguir financiando esa actividad y esto derivó en el cierre de una decena de ingenios y en la aprobación de un programa de industrialización cuya puesta en marcha quedó a mitad de camino. En 1992 se puso definitivamente fin a los subsidios y a la regulación azucarera, hecho auspicioso que inició un crecimiento genuino de la productividad, a la vez que no hacía sino reconocer la realidad nacional y mundial; empero significó, a la vez, una reducción de la superficie plantada con caña del 30% junto con una mecanización que alcanza hoy al 80%, lo que trajo una consiguiente disminución del trabajo rural.
Este sano proceso no fue acompañado por un proceso de reconversión general; la inversión agrícola y agroindustrial no alcanzó para generar un aumento en la demanda de mano de obra y tampoco las plantaciones de limones, su industrialización y exportación ni la expansión experimentada por la ganadería y por diversos cultivos agrícolas bastaron para dar soporte económico a la concentración demográfica señalada. Como la inversión en otras industrias fue asimismo insuficiente para ocupar la fuerza laboral desactivada, muchos tucumanos emigraron, pero el país en su conjunto no creció con el vigor necesario para absorberlos y, menos todavía, para estimular ese flujo migratorio.
Mientras tanto, la administración pública persistió en crear empleo improductivo en vez de procurar el desarrollo de un ámbito de dinamismo empresarial. Gobierno tras gobierno fueron sumando ineficiencia, luchas partidarias y corrupción, hasta desembocar en la gestión del actual gobernador Miranda, cabal resumen de todos esos males.
Tucumán posee recursos para superar la crisis que enfrenta. Pero hacerlo requerirá recrear y reconvertir empresas y acometer inversiones importantes, supuestos que no se concretarán sin que a la vez sea encarada con firmeza la refundación de los principios de sana administración republicana y se fortalezca la cultura del trabajo. Sin haber dado antes esos pasos, todo lo que se intente será será mero paliativo, inclusive la ayuda social.






