Últimos juguetes de la infancia
Hay un momento en la infancia en que nuestra relación con los juguetes cambia. Es el paso inicial hacia la adultez, a veces lejana, a veces atrozmente prematura. Hay un momento en que los juguetes dejan de ser catalizadores de nuestra imaginación y se convierten en instrumentos para observar, interpretar o modificar el mundo. Es una divisoria de aguas, sin vuelta atrás.
Hace medio siglo, ir al centro de la ciudad era, para un chico, un acontecimiento raro y emocionante. Fue en una de esas expediciones que descubrí, en la vidriera de una juguetería, algo por completo desconocido. No era una pistola de rayos, un robot ni una nave espacial, pero podría haber sido cualquiera de esas cosas. Volví sobre mis pasos y leí laboriosamente la etiqueta en la caja. Decía microscopio. Vaya, tampoco conocía la palabra.
-¿Qué es un microscopio? -pregunté, casi sin aliento, tras alcanzar a mi familia.
-Es como una lupa, pero agranda mucho más -me explicaron, saliendo del paso con admirable elegancia. Pero ser padre es especialmente difícil cuando tu retoño resulta un preguntador serial.
-¿Cuánto más? -quise saber.
Así que regresamos a la vidriera, mi padre hizo unas cuentas y me dio una idea del poderío que ese objeto extravagante encerraba.
-Como 70 lupas -conjeturó.
El número era tan prometedor como incomprensible, y desde entonces no pude dejar de pensar en los misterios que ese raro y hasta un poco feo instrumento podría revelar.
Como no era un juguete económico, hube de importunar día y noche sobre el asunto, además de ahorrar cada centavo hasta que, gracias a un previsible préstamo (que cubría más o menos el 99% de su costo), obtuve mi primer microscopio.
Fue una época de oro. Las diminutas hormigas aparecían ahora retratadas en primer plano, con sus rostros alienígenas detallados y definidos; las hojas de la parra lucían como paisajes alucinantes e imposibles; las arañas, mis favoritas más temidas, confirmaban la intimidante agudeza de sus quelíceros. Y la sal, el azúcar, la ropa, el papel y hasta mi propia piel desplegaban arquitecturas secretas e inesperadas.
Siguiendo instrucciones del manual, contemplé una gotita de agua de la zanja. Había allí seres vivos de variada idiosincrasia. Paramecios, rotíferos y otros seres de un microcosmos que hasta entonces -me lamenté- había pasado inadvertido. ¡En la zanja!
Aparte de calmar la insaciable curiosidad propia de la infancia, ese instrumento raro y hasta un poco feo había causado una alteración irreversible en mi percepción del mundo, tal vez en el momento más oportuno. El microscopio, que conservé hasta que fui adulto y se lo fueron comiendo el óxido y el cansancio, me enseñó que hay mucho más de lo que vemos; en todo sentido, en todos los órdenes. Si un simple juguete me había mostrado el hondo abismo de la flor del jazmín, la iridiscente mirada de las moscas y las muchedumbres invisibles del agua, ¿a cuántas otras maravillas estábamos ciegos?
Cuatro o cinco años después llegó a casa un kit que permitía armar un telescopio incipiente y tosco. Era como un microscopio al revés.
-Nunca mires al sol con esto, ¿estamos? -dispuso mi padre, con esa voz que ponía para comunicarme que sabía que su primogénito tendía a desobedecer, pero que en este caso realmente no era una buena idea.
Cuando por fin pude examinar los ojos de la Luna fue casi como caminar por su superficie reseca y anfractuosa. Luego pasé muchas noches en la terraza aprendiendo los nombres y los hábitos de las estrellas y los planetas más ilustres.
La niñez tocaba a su fin y muy pronto se desataría una tempestad de incertidumbres y rebeliones. Pero aquellos dos últimos juguetes de mi infancia me habían proporcionado algo que en los años de transformación -y, con entera certeza, también después- tendría un valor incalculable. Se llama perspectiva.