Un país de free riders
Por Carlos Raimundi Para LA NACION
La sociología jamás había considerado la sociedad un simple agregado de componentes individuales hasta que en los años 80 aparece la teoría de la acción racional. Basada en la "teoría económica de la democracia" de Dawns y en la "lógica de la acción colectiva" de Mancur Olson, esta teoría intenta explicar cómo las personas buscan maximizar los beneficios y minimizar los costos de sus acciones; cada cual persigue su propio interés y sólo elige cooperar con otro en la medida en que esto lo beneficie: el interés general deja de existir.
La famosa frase de Margaret Thatcher "la sociedad no existe" llegó a América Latina en los años 90, y se plasmó en la acción.
Olson brinda este ejemplo: los vecinos de una cuadra desean que ésta sea asfaltada. Para lograrlo, cada uno debe hacer un aporte económico. Si individuo tras individuo actuasen de forma "racional"(es decir, tratando de conseguir el mayor beneficio al menor costo), ninguno haría su aporte y todos esperarían que el de los demás cubriera el suyo. El desinterés de uno no suele incidir mucho si el grupo es numeroso (porque uno no pague la obra no se va a dejar de hacer). A este individuo Olson lo denomina free rider , es decir, alguien que se maneja sólo en términos económicos, con prescindencia de la comunidad. Si todos actuasen de la misma manera, nadie obtendría el bien público (si ninguno aporta, no habrá asfalto). Cuando todos obran como free riders , se cumple la aseveración de Thatcher: no hay sociedad.
En nuestro país, desde que un número muy considerable de argentinos comenzó a pensar y actuar como free rider , la Argentina dejó de existir.
En la Crítica de la razón dialéctica , Jean-Paul Sartre pone este ejemplo: cada campesino intenta poseer más extensión de tierra cultivable cortando los árboles, pero esto provoca deforestación. Las tierras se erosionan y finalmente los campesinos disponen de menos tierra cultivable que al comienzo.
Si el poder consiste en incidir para obtener de los demás comportamientos deseados, salta a la vista que la mercantilización de lo político transformó el significado del poder. Las decisiones atinentes al bien común se subordinan al poder económico concentrado en pocas manos, que se adueñan del destino de las personas.
Apoyo condicionado
Si lo político es un mercado, lo que debería ser el contrato social se convierte en tantos contratos bilaterales como electores existen. El apoyo al gobierno se intercambia por una ventaja (bien o servicio) o por la exoneración de una desventaja: "Te voto porque sé que vas a mantenerme en mi puesto, y lo hago a sabiendas de que tu política deja a millones de personas sin empleo. Te voto si me incluyes, aun en medio de millones de excluidos". De este modo se degradan las condiciones de vida. En ausencia de un proyecto común de sociedad y de políticas de Estado, es el poder económico el que impone sus condiciones, y lo hace exclusivamente en función de su rentabilidad.
¿La política implica un contrato individual entre el Estado y cada individuo o es un hecho colectivo en que se acuerdan las reglas sociales? En el primer caso, quienes gobiernan son una contraparte que intercambia bienes y servicios particulares a cambio de votos para perpetuarse y mantener la posibilidad de hacer buenos negocios. En el segundo, el Estado es el articulador de las diversas partes que componen una sociedad, pautando y garantizando ordenadores éticos que comprometan incluso la trasmisión de cultura entre las generaciones.
¿Defendimos los argentinos el interés general durante estos años? ¿No nos plantamos como beneficiarios individuales de las mieles de la convertibilidad sin mirar al costado y ver que esto significaba más desocupación y pobreza? ¿Habremos aprendido la lección? © LA NACION
El autor es diputado nacional y candidato a vicegobernador de la provincia de Buenos Aires por ARI.