Un pasado de quintas y troperos
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En noviembre de este año, unos 200.000 turistas internacionales determinaron, a través de un ranking organizado por una revista del rubro, que Buenos Aires es la ciudad más atractiva del mundo. Estando o no de acuerdo con el resultado de este sondeo, –para mí, La Plata es imbatible-, tengo que decir que la aspiración por hacer de la urbe porteña un lugar deseable viene de muchísimo tiempo atrás.
Así podemos remontarnos hacia finales del siglo XVIII y revivir cómo el entonces virrey Vértiz impulsó la creación, por donde hoy corre la Avenida Alem, del Paseo de la Alameda. Era un buen intento de hacer un camino elegante que corriera en paralelo al Río de la Plata, que entonces estaba mucho más cerca. Para embellecer dicha calle de doble mano, el mandatario ordenó plantar a sus lados sauces, ombúes y, por supuesto, álamos. Instaló también bancos de mampostería para que los pobladores de la creciente aldea pudieran disfrutar del lugar.
Poco más tarde, la autoridad, que estuvo en el poder hasta 1784, extendió esa arteria ribereña hacia el noroeste, desde Retiro hasta donde estaba el convento de los padres Recoletos, hoy Centro Cultural Recoleta. Esa calle, por donde en estos tiempos corre la Avenida del Libertador, supo llamarse también Paseo de Julio.
Pero a veces los intentos de hacer más bonita una ciudad encuentran ciertos inconvenientes que alteran la tranquilidad de los vecinos. Sucedió que para 1783 se prohibió que las carretas pesadas ingresaran a la zona céntrica para que no marcaran y destruyeran sus barrosas calles. Esto dio como resultado que los troperos que venían del interior, luego de descargar sus mercaderías, desarmaran sus carretas y armaran tolderías a la orilla del río, en la franja entre Retiro y Recoleta, a la vera del flamante paseo.
Al parecer, los acampantes, que se renovaban periódicamente, no serían muy atildados que digamos. Más bien, todo lo contrario. En esa época, para completar la escena, muchas familias de buen pasar de Buenos Aires habían instalado sus quintas en esa zona de lo que entonces eran las afueras de la ciudad.
Maxine Hanon detalla en su libro Buenos Ayres desde las quintas de Retiro a Recoleta las protestas de esos encumbrados pobladores contra el accionar de los carreros. “Esta porción de hombres, sin ejercicio alguno (…), llenos de corrupción y vicios no hacen otra cosa que causar insanables perjuicios al vecindario”, escribía al Cabildo el ilustre lugareño Martín de Altolaguirre.
Él y varios habitantes de la barriada pedían, además, que los recién instalados fueran trasladados a algún lugar más despoblado de la región. Pero las autoridades respondían que eso los volvería más incontrolables. Se decidió poner vigilancia en el lugar, pero la cosa no funcionó y continuaron las denuncias: que los bueyes comían los alfalfares, que los peones acosaban a las lavanderas, que escondían delincuentes prófugos y que, lo que es peor, se habían cargado la vida de dos pulperos.
Recién para 1800, los troperos y sus tolderías fueron corridos más hacia la zona de la actual Plaza Francia y avenida Pueyrredón. Años más tarde allí, según la descripción de Hanon, se mezclaban los acampantes con “las vacas de los frailes, los chanchos que criaban los vecinos, los bandidos de siempre y posiblemente parte del casi centenar de indigentes a quienes el Convento alimentaba diariamente”.
El conflicto entre vecinos y tolderos no cesó, pero se fue diluyendo. Con el correr de los años, la zona donde se instalaron los carreros creció y se convirtió en un territorio de mala fama, asilo de delincuentes y malandras, donde era bastante peligroso ingresar. Para 1855, el lugar se conoció popularmente como “la Tierra del Fuego”.
Después vino la urbanización y Recoleta y del Libertador obtuvieron su sello de lugares elegantes y sofisticados, esos que contribuyen a que Buenos Aires sea elegida como la más atractiva del globo. Pero por detrás late aquel pasado de quintas, chanchos y troperos, con un río mucho más cercano.









