Un proceso electoral degradado
La ley Sáenz Peña fue un acto constitutivo de la democracia argentina. Como pocas veces en nuestra historia, nació del consenso entre quienes ostentaban el poder y la oposición, con la convicción compartida de que era tiempo de la máxima vigencia de la libertad política expresada en el voto y de la democracia, en la que el ciudadano responsable decide periódicamente y con plenitud. Representó el fin del proceso electoral como mascarada, por medio de la instauración del voto universal, secreto y obligatorio.
Han pasado más de cien años desde ese hito. Y si se observa el proceso electoral presente, se cae en la cuenta de un regreso atávico a ese tiempo remoto en el que la libertad política era una quimera.
Cossio, destacado jurista argentino, definió la democracia como el gobierno de la opinión pública, que sabe lo que dice, que decide y se expresa esclarecida, concepto muy distinto y opuesto a la pública opinión, que dice o repite lo que cree que sabe. La diferencia es capital: la pública opinión es el resultado de la machacona y malintencionada propaganda, propia del manual de Goebbels, que hace que proceda irreflexivamente. Entre las dos ideas, el actual proceso electoral nos acerca más, lamentablemente, a la pública opinión. Las razones y los responsables son varios.
El primero es el Gobierno. El poder tiene la obligación de crear una atmósfera de ecuanimidad, signada por la neutralidad. Debe ser un dispensador de tranquilidad y nunca juez y parte. No se puede usar la cadena nacional para incentivar el apoyo a un partido. Es indebido que el juez electoral responsable de impartir justicia en el distrito más relevante para una elección reconozca impúdicamente su pertenencia a una facción política. Y un ministro a cargo de dictar las reglas de juego no puede ser simultáneamente parte del juego. Es obligación del poder abstenerse, para crear un ámbito en el que ningún aspirante cuente con otra ventaja que no sea su aptitud u oferta política.
Los segundos responsables son los partidos políticos, que deben actuar como poleas, como nexo entre el poder y la sociedad. Y para eso deben proponer y transmitir conceptos, no clichés. Deben tener ideas y no eslóganes. Son los que subestiman y degradan a la opinión pública al imponer a dedo candidaturas, al refugiar a sus candidatos en el silencio y excluirlos del debate, al instruirlos a repetir frases hechas y no exponer lo que van a hacer. Se ha impuesto como método el simplismo y el anatema verbal para alcanzar el poder. A la política de ideas sucedió la política del marketing, que convierte al votante en cliente.
Los terceros responsables son las encuestadoras y en parte la prensa, especialmente en lo que se refiere a la difusión indiscriminada de encuestas sin aclarar lo que manda la ley, como el método utilizado y quién las paga, y ahí, entre la mentira piadosa y la estadística, asoma la nariz larga y puntiaguda de la mentira reflejada en la encuesta como forma asertórica de augurar un resultado electoral. No se trata de prohibirlas. Lejos de eso. Pero en su misión, que es no sólo informativa sino también formativa, la prensa tiene que actuar de manera responsable en función de aportar a un ámbito electoral propicio.
La democracia no es sólo una forma de gobierno apoyada en el régimen de las mayorías. Es un estilo de vida, fundado en exigencias morales entre las que se destacan el derecho y el deber cívico de votar, que sólo puede ocurrir de forma plena en una atmósfera ecuánime, libre de la influencia impropia del poder, sobre la base de propuestas y debates que informen, y sin manipulaciones indebidas. A pesar del tiempo transcurrido y el sacrificio de tantos, pareciera que hemos retrocedido inexplicablemente a la aurora de nuestra vida democrática. Es hora no sólo de eliminar los abusos, sino de cambiar los usos. Es hora de que la opinión pública argentina decida en paz y conforme a la ley.
Abogado