Una biblioteca de equívocos
Persiste cierta confusión en relación con las bibliotecas. La célebre estrofa de Jorge Luis Borges -a quien entrevisté en dos ocasiones y me llevé varias anécdotas deliciosas- no ha hecho sino profundizar el malentendido. La suya no es solo una metáfora inspirada. La ceguera realmente lo expulsó de su paraíso.
El primero y más siniestro de los equívocos es el que sostiene que una biblioteca es una colección. De ninguna manera. Una biblioteca es un lugar, un tópos. Modesta e incipiente o antigua y enorme, es un espacio en el que nos aventuramos.
Es también, y creo que muchos compartirán esta extraña sensación, una fortaleza. Rodeados de nuestros libros, nos sentimos a buen resguardo. Esto es literal. No me refiero a que esas generosas páginas nos defienden de la ignorancia o del tedio (que es una forma de la ignorancia), sino que entre nuestros libros nos sentimos a salvo.
-¿Más libros, jefe? -me preguntó, entre atónito e indignado, uno de los muchachos que debió cargar mi biblioteca cuando me mudé, en 2015. Las cajas se apilaban en el camión, y la mayoría tenía escrita la etiqueta libros. Todavía están en esa prisión desgraciada. Pero no es tan malo como parece. Hay dicha también en planear una biblioteca. ¿Cómo los ordenaré esta vez? ¿Cuáles querré tener más cerca? Vamos, hace muchísimos años, un simple consejo en un librito precioso me indicó cuál era el camino que debía tomar en mi vida. Rilke tuvo razón, debo añadir.
La otra confusión nefasta, entiendo que la más difundida, es que una biblioteca es un lento y torpe mecanismo de consulta, obsoleto, vetusto, en vías de extinción. Permítanme contarles un secreto, uno que es bien conocido por todos los que han poblado sus propios anaqueles con paciencia y pasión. Ninguno de nosotros tiene una biblioteca para darle uso. A menudo, en cambio, pasamos morosamente los dedos por los lomos dormidos, leyendo títulos y autores. Sonreiremos aquí, negaremos con la cabeza por allá, es probable que nos asalte una pena honda o que recordemos un amor o un año bueno. O uno malo.
-¿Pero de verdad vos leíste todo esto? -solían preguntarme en mi casa anterior, ante la prodigalidad de esos estantes. Mis respuestas contenían, por fuerza, alguna cuota de ironía.
Sí, una biblioteca es la materialización de una parte de nuestro espíritu, de nuestra sensibilidad, de algo que hemos cultivado en nuestro interior. Recorrer esos lomos dormidos es un viaje hacia uno mismo. A veces sacamos un volumen, buscamos aquel poema imperfectible y lo leemos en voz alta, como debe leerse la poesía, y las palabras resuenan hasta los abismos últimos del alma. Otras veces recorremos los párrafos de alguna novela y al devolver la obra al estante sentimos que estamos guardando no ya un atado de páginas, sino un universo. Sabemos, asimismo, que seguirá allí cuando decidamos regresar. Casi nada será tan leal como un libro.
Me dicen que ocupan mucho espacio. Caramba. Qué novedad. También nosotros ocupamos espacio y no he oído a nadie quejarse de eso. No entraré en ese debate. Además, los libros no solo ocupan espacio. También ocupan tiempo. Por eso nos fascinan los libros antiguos. Tengo solo un puñado, porque son un lujo caro, pero no me canso de recorrer esas páginas que han cruzado océanos y eras, y que, sin embargo, permanecen. En la cambiante fortuna de la existencia, eso constituye un alivio.
Hay un mundo imaginario en el que existe, inconclusa, imposible y sin embargo eterna, una biblioteca que contiene toda la literatura jamás escrita. Recorrerla llevaría un sinnúmero de vidas, pero todo autor sueña con que en alguno de esos vastos anaqueles existe un espacio vacío esperando su obra. Es la gran lección que enseña cualquier biblioteca. En medio de gigantes, uno aprende a ser humilde.