Una leve capa de polvo
Lo que los coleccionistas apreciaban de los cuadros de Baschenis eran sus naturalezas muertas
El descubrimiento de una ciudad que, ya al primer contacto, resulta “apetitosa”, activa el entusiasmo y proporciona una energía que hace retroceder el tiempo a la primera juventud; aún más, a la niñez.
En el invierno de 1996, visité por primera vez, la bellísima Bergamo, a cuarenta kilómetros de Milán (poco menos de una hora de tren), donde había establecido el cuartel general de mi recorrido por Lombardía. Al principio, tuve algo parecido a una desilusión porque existen dos Bergamo, la Città Alta y la Città Bassa. La Ciudad alta es la antigua con imponentes y antiguos muros de defensa que encierran una joya medieval y renacentista. Las iglesias pueden tener una arquitectura románica, pero en el interior, como ocurre en la basílica de Santa Maria Maggiore, triunfan en el techo el barroco y el rococó exaltado. En el valle, a los pies de esa ciudadela cuyas calles estrechas conservan el trazado de la Edad Media o del Renacimiento, está la Ciudad baja, la moderna. Naturalmente el viajero llega a la Ciudad baja, poco atractiva, donde está la estación de trenes y también el funicular que lleva a los pasajeros a la Ciudad alta.
Aquella vez, resolví subir a pie la empinada cuesta. Las estrechas calles daban vueltas y vueltas. Me detuve a almorzar en un restaurante donde hacían platos exquisitos de polenta, podría decirse, “de autor”. Por ejemplo, flanes espolvoreados con trufa rallada o rellenos con hongos y una crema especiada. En cuanto, uno separaba un bocado, del interior brotaba un perfume que iba a la nariz, al estómago y al alma: una epifanía olfativa.
Después del almuerzo, continué el ascenso hasta la cima y contemplé deslumbrado no sólo la arquitectura urbana, sino también los tesoros de la Accademia de Carrara. Entré. El Museo era espléndido e inabarcable; de pronto, vi que un amplio arco se abría a una muestra temporaria: Evaristo Baschenis (1617-1677), un pintor bergamasco, famoso en su tiempo por ser el supremo maestro lombardo de las naturalezas muertas y las vanitas que incluían no sólo frutas, vegetales, pescados, aves y carnes de caza, sino también instrumentos musicales: laúdes, violines, órganos. Fue una revelación porque nunca había tenido delante de mí tan claramente expuesta la esencia de ese género considerado menor. Además, acababa de salir de un restaurante, donde había dado cuenta de dos o tres naturalezas muertas.
Baschenis pintó pocos retratos, aún hoy algunos historiadores ponen en duda que esas pocas obras hayan sido de su pincel. En varias de sus cocinas, aparecen servidoras que fueron pintadas por sus alumnos o ayudantes: lo que los coleccionistas apreciaban de Baschenis eran sus naturalezas muertas. El maestro dejaba el “complemento”, una persona, a cargo de un aprendiz. Él consagraba toda su sapiencia a los animales muertos, listos para ser cocidos o ya cocidos y a los instrumentos musicales. En muchas de sus obras sólo se ven violines, flautas, violas da gamba, laúdes y hojas que pertenecían a su colección de partituras. Nada fehaciente se sabe sobre su formación, pero según los críticos e historiadores es evidente que alguien le enseñó perspectiva.
Baschenis era sacerdote y había estudiado música. Hay un cuadro atribuido a él donde se ve a varios hombres con distintos instrumentos en sus manos. Se cree que el intérprete sentado frente a la espineta sea un autorretrato del artista. Casi nada se sabe de su vida.
En sus cuadros con instrumentos, a menudo, la escenografía es suntuosa. Abundan los cortinados de telas lujosas en las que brillan los dorados. Sin embargo, sobre las superficies de las rubias maderas del laúd o de la negra tapa de la espineta, casi siempre, en un alarde alegórico y de virtuosismo, hay una levísima capa del polvo que va cubriendo día a día todo lo que existe. El esplendor sensual de las formas geométricas y de los colores se ve contrapuesto a la huella del tiempo, es decir, a la muerte. El polvo es la firma discreta, pero no menos terrible, de Baschenis.
Hay otro contraste en las obras del bergamasco. En esos espacios donde triunfa el silencio de la destrucción, los instrumentos son lo único que podría resucitar en manos de alguien, pero no hay nadie. De la música, sólo sobrevive el silencio.
En una subasta de 2016, en Christie’s, se vendió un cuadro firmado abajo, en el centro del laúd, por Baschenis. La imagen mostraba también un violín y una hoja de papel, con el fondo de un cortinado rojo adornado por flecos dorados en el canto. Sin embargo, el catálogo presentaba la pintura como perteneciente al “Circulo de Evaristo Baschenis”. En el reverso, había una estampilla que informaba la procedencia: Nicolò Paganini. Se vendió en 15000 dólares. El temor baja las cotizaciones.