Una ley draconiana que traerá más daño
El proyecto para resucitar la vieja norma, que ya tiene media sanción del Senado, supone la atribución administrativa de aplicar sanciones graves y discrecionales que repugnan la letra y el espíritu de la Constitución
Un legislador ateniense llamado Dracón ideó un código con sanciones fijas y crueles que hasta contemplaba, con frecuencia, la pena de muerte. Como el sistema resultó un rotundo fracaso, ya que la injusticia del extremo rigor no revierte los comportamientos de la sociedad, su vigencia fue efímera. El recuerdo histórico se mantuvo, aunque la nefasta experiencia draconiana que tuvieron que soportar los atenienses no volvió a repetirse.
En la Argentina, en cambio, las malas experiencias suelen repetirse. Ahora nos sorprendemos a raíz de la resurrección de la ley de abastecimiento, que se procura sancionar con el pretendido objeto de controlar el aumento de los precios de los bienes y servicios. El Gobierno, causante real del aumento del gasto público y de la consecuente inflación que padecemos -una de las mayores del mundo-, acude a la ley de abastecimiento para atacar la inflación, algo así como querer tapar el cielo con la mano.
Esta propuesta legislativa, que ya obtuvo media sanción en el Senado la semana pasada, refleja una gran improvisación, pues el propio decreto de necesidad y urgencia de 1991, que suspendió a partir de ese año la aplicación de la ley de abastecimiento, acaba de ser incorporado al Digesto Jurídico Argentino, que agrupa todas las normas vigentes en nuestro país. En rigor, la ley de abastecimiento se encuentra suspendida desde ese año, a pesar de la confusión generalizada sobre su vigencia.
Sin embargo, mediante un golpe de timón, poco tiempo después de haberse ratificado la suspensión de la vigencia de la ley, el Gobierno ha propuesto a los legisladores la reedición (con escasas variantes) de la antigua ley de abastecimiento, la que ya había fracasado en el pasado. Hasta el propio presidente Alfonsín dejó de aplicarla en la corta primavera del plan Austral, donde parecía que habíamos logrado la ansiada estabilidad monetaria.
Pero la resurrección de la ley de abastecimiento en las circunstancias actuales es mucho más grave que en cualquier otro período de la historia, ya que ocurre en un escenario de confrontación contra cualquier sector o persona que se oponga a los designios del Gobierno.
Describir el proyecto de ley de abastecimiento que ha sido presentado al Senado de la Nación, a grandes rasgos, nos lleva a formular dos objeciones fundamentales.
La primera, referida a la gravedad de las penas y a los ilegítimos y claramente discrecionales poderes que la ley atribuye al Ministerio de Economía -al secretario de Comercio, en rigor- para configurar infracciones y aplicar sanciones de multas indiscriminadas a las empresas sobre la base de la apreciación subjetiva de los funcionarios respecto de tipos penales administrativos genéricos. Por ejemplo, "el desabastecimiento", "la ganancia excesiva", "el acaparamiento de materias primas o productos", "revaluación de stocks", "la intermediación innecesaria", "actos que hagan escasear la producción, venta o transporte", "desvíos en el abastecimiento normal", "discontinuación de la prestación de mercaderías y prestación de servicios" y la "elevación artificial de los precios".
Por si todo esto fuera poco, el proyecto también crea una norma penal indefinible que castiga a quienes "vulneraren cualesquiera de las disposiciones que se adoptaren en ejercicio de las atribuciones conferidas por esta ley" y, lo que resulta peor, exige el pago total de la multas aún si se las cuestionara judicialmente, eliminando la posibilidad que permitía la anterior ley de evitar dicho pago compulsivo mediante el ofrecimiento de una caución suficiente.
Además, el proyecto de ley penaliza la reincidencia, permite confiscar mercaderías sin juicio de expropiación, junto a una serie de omnímodas facultades para ordenar la continuidad de la producción, lo que supone la obligación de producir a pérdida, entre otras cosas que resultan aberrantes en cualquier sistema jurídico moderno, como la fijación de los precios máximos de los productos. El proyecto incluso prevé la decisión del Estado de disponer la venta de las mercaderías incautadas. Medidas, todas ellas, de estirpe draconiana que repugnan la letra y el espíritu de los derechos constitucionales de ejercer cualquier industria lícita, de defensa en juicio, de libertad de empresa, de razonabilidad y de propiedad. Esta violación abierta a tan esenciales derechos generará enfrentamientos entre el Gobierno y las empresas, que deberían evitarse si apuntamos a una convivencia republicana propia de un Estado de Derecho.
Lamentablemente, los cambios introducidos por las comisiones del Senado han sido, hasta ahora, poco significativos, pues únicamente se limitaron a efectuar retoques para intentar ocultar los graves vicios constitucionales que el proyecto contiene. Entre los cambios a la ley, se ha eliminado la posibilidad de decretar la clausura de las empresas sin orden judicial. Seguramente para la visión dacroniana de quienes impulsan este proyecto no hacía falta dicha facultad extraordinaria, en la medida en que con la posibilidad ilimitada de aplicar multas y realizar las respectivas denuncias judiciales ya es más que suficiente, pues el Gobierno tendrá asegurada la herramienta para presionar y amedrentar al sector económico privado.
La receta para curar el mal debe ser otra, pues el remedio pretendido desalentará la inversión y la capacidad de producción de las empresas, promoviéndose los mercados negros generalizados que hemos conocido en nuestro pasado histórico, como además ha ocurrido en aquellos países del mundo en los que se aplicaron estas medidas con cierta permanencia.
La segunda objeción es también producto de otra regla histórica, que enseña que cada vez que se pretende aplicar una receta draconiana (el caso de los tribunales jacobinos en la Revolución Francesa) quienes juzgan la aplicación de las penas no suelen ser funcionarios independientes e imparciales.
Éste es, quizás, uno de los aspectos más cuestionables del proyecto de ley, ya que cuando se delegan facultades de tipo jurisdiccional a la administración, los órganos que resuelven los conflictos deben necesariamente caracterizarse por su independencia e imparcialidad, y esta cuestión, no menor, debe establecerse en la propia ley.
Se trata de un mandato constitucional que la Corte ha reconocido en el reciente caso Clarín, pero que no fue tenido en cuenta por los autores del proyecto en la medida en que omitieron que el principio de independencia es exigible, por imperio del Pacto de San José de Costa Rica, para el ejercicio de esta clase de funciones, precepto que si bien se refiere a garantías judiciales, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha extendido a los órganos administrativos que juzgan las conducta de los particulares.
Queremos suponer que hay en todo esto un error de diagnóstico para resolver la crisis, pero, en cualquier caso, es necesario cambiar la receta, dejando de lado las amenazas e intimidaciones, así como la política de confrontación, actitudes que han fracasado en todo el mundo.
Porque la inflación y la caída del crecimiento no se combaten con leyes draconianas, sino con políticas públicas efectivas que no dañen el tejido social y permitan alcanzar aquellos consensos comunitarios necesarios para que el Estado pueda cumplir con los fines de bien común, que no son los de un partido político determinado, sino los del conjunto de la población.
El autor es abogado y profesor de derecho administrativo de la UCA