Verdades a medias
Que un debate parlamentario acapare la atención de la mayoría, como está ocurriendo en estas semanas, que podamos saber qué es lo que se discute con el detalle que hoy permiten las coberturas periodísticas y las transmisiones en directo desde el Congreso, y además participar instantáneamente y sin intermediarios a través de las redes sociales, es formidable.
Pero qué penoso es advertir el deplorable nivel de argumentación de muchas intervenciones. Descorazona advertir el desconocimiento, las falacias (falsas dicotomías y argumentos ad hominem) con las que se intenta defender una posición y atacar la contraria, la apelación a las emociones y anécdotas personales mientras se desconoce la evidencia reunida sobre un tema que afecta a millones de personas; en suma, la falta de razonamiento crítico justo en el lugar donde es más necesario.
En varios momentos, el desprecio por consensos científicos que surgen de estudios hechos a conciencia hace recordar la anécdota que alguna vez contó un destacado investigador en seguridad informática. Después de presentar las conclusiones de un estudio sobre temas de su especialidad que no avalaba una iniciativa en marcha, la respuesta de un legislador fue: "Está bien, pero no importa. Yo creo que...".
Es notorio que hay un problema en cómo se analiza y se discute la ciencia en los foros públicos, incluso en lugares donde se toman decisiones que pueden cambiarnos la vida. Se privilegia la exaltación irreflexiva, se desvirtúan los hechos, se destacan afirmaciones convincentes, pero que distorsionan la realidad, se publicitan resultados preliminares como curas milagrosas y promueven conceptos extraños, como tratamientos frutales para males neurológicos o aberraciones por el estilo.
Y si todo esto ya era lamentable en otros tiempos, la enorme cantidad, inmediatez y masividad de la información que llega actualmente a nuestros ubicuos dispositivos digitales lo vuelve peligroso. A caballo de verdades a medias viajan aseveraciones insostenibles, reclamos dudosos y estadísticas sesgadas que distan de ser inocuas. En este siglo de "noticias falsas", lo peor es que hasta los cánticos de "encantadores de serpientes" se revisten de apariencia científica para hacerse más creíbles y así desprestigian el método de pensamiento que puede echar luz en las tinieblas.
Con la avalancha de conocimiento que se produce cada minuto (se calcula que existen más de 24.000 revistas académicas y se publican 1.300.000 artículos por año), tal vez no haya nada tan urgente como que cada uno de nosotros esté bien preparado para distinguir el oro del barro entre la maraña de datos e informaciones que nos envuelve.
En su último libro, I think you'll find it's a bit more complicated than that (Creo que vas a descubrir que es un poquito más complicado que eso, Harper Collins, 2014), el médico, escritor y columnista británico Ben Goldacre pone en evidencia estas distorsiones y, de hecho, dedica un capítulo a "¿Por qué la evidencia es tan difícil para los políticos?".
Mucho antes, en 1995, ya Carl Sagan nos había legado, en El mundo y sus demonios, un kit de herramientas que sirven como brújula en la jungla informativa. Entre sus consejos figura, por ejemplo, buscar confirmación independiente de los hechos siempre que sea posible, no confiar en los argumentos de autoridad ni en las estadísticas de números pequeños, fomentar el debate sustantivo acerca de la evidencia, analizar más de una hipótesis a la luz de hechos bien probados, pedir una demostración confiable de cada afirmación y, si no es convincente, buscar otra fuente que la confirme.
Esa obra concluye con un párrafo notable: "Todo gobierno degenera si se deja solamente a los gobernantes -escribe-. El pueblo es el único depositario seguro, pero para que exista seguridad debe cultivar el pensamiento. Si no podemos pensar por nosotros mismos, somos pura masilla en manos de los que ejercen el poder". Carl Sagan, un grande.