Luis Gusmán, en Marruecos
La trastienda de un negocio de venta de cuadros o un club deportivo que llega a parecerse al infierno son, en la ficción de Luis Gusmán, punto de reunión de hombres que han hecho del pasado su refugio y su amenaza. A veces alguno, otras todos han estado en la Legión Extranjera.
Luis G., autor que desde la publicación de El frasquito (1973) se ha convertido en referente de la literatura argentina, cuenta que la Legión Extranjera fue uno de sus mitos de infancia. Que vivía devorando libros en los que los hombres se convertían en legionarios para huir de la culpa de un crimen que nunca habían cometido; que de la Legión siempre lo atrajeron dos posibilidades: la de cambiar de identidad y la de internarse en el desierto.
El Desierto de los Tártaros
Más allá de la literatura y el mito, Luis G. dice que nunca ha podido llegar al desierto. "Por eso ahora estoy preparando un viaje a Túnez para el próximo enero. La última vez que lo intenté fue en un viaje a Marruecos que hice hace dos años, pero sólo llegué a una suerte de frontera, a una zona predesértica. "Aun así, Marruecos mantuvo su exotismo, que en mi caso es una adquisición infantil, algo previo al exotismo francés, a las narraciones de Pierre Loti y Paul Bowles.
"El primer punto marroquí fue Tetuán, y lo primero en llamarme la atención fueron los colores. La comodidad también: en una especie de fonda donde paramos había un montón de hombres abigarrados, mirando un partido de la Copa de Africa. No fue nada difícil entrar en un diálogo gestual y quedarme mirando la tele, tomando una cerveza." Luego se detuvo en Fez, ciudad laberíntica que en el siglo IX se convirtió en punto de convivencia de los árabes que avanzaban desde el Nilo y de los andaluces que habían sido expulsados de España.
Fez fue también un punto de confluencia de bienes -metales y sal-, y de ello siguen dando cuenta los fondouk , una suerte de casas de hospedaje donde antiguamente se detenían las caravanas y donde hoy se quedan los jóvenes que van a la ciudad para aprender un oficio.
"Llegué de noche y en esa ciudad, tal como me había contado Nicolás Rosa, vi cosas que me conmocionaron. Esa misma noche me asomé a la ventana de mi cuarto y comprobé que desde ahí se veía el cementerio antiguo, con esas lápidas de piedra que a veces reproducen la forma del cuerpo humano.
"Los cementerios son para mí, de alguna forma, un lugar de peregrinación; suelo visitar las tumbas de los escritores que me interesan cuando viajo. Siempre pienso que son lugares que me producen horror y fascinación a la vez, que funcionan como una especie de conjuro. Algo de eso se ve en Cuerpo velado , mi primera novela.
"Esa noche fue corta: alrededor de las 4 o 5 de la mañana me desperté con el sonido del muecín, la voz que llamaba a la oración desde un minarete. Algo que me sonaba a mí como una conjunción de rezo, quejido, lamento, que se iba expandiendo como en ondas por la ciudad.
"De día caminaba por esas callecitas angostas llenas de negocios y de callejones. En las edificaciones, sobre todo, veía la mezcla de lo árabe con lo francés colonial: un edificio de la Alianza Francesa y uno de esos bares tan de Fez, donde los hombres tomaban té de menta y jugaban al backgammon."
El viaje de Luis G. siguió hacia el Sur, a través del Atlas, esa cadena montañosa que los exploradores se atrevieron a intentar sólo en el siglo XIX. En Marruecos, los montes Atlas marcan el límite entre la fertilidad y la aridez.
"Atravesé ciudades como Quarzazate, donde noté que la aridez iba ganando terreno, y Agdz, donde esa misma nada se ve interrumpida por un gran palmeral. Pero el desierto de mi infancia y de mi mito seguía sin aparecer. El último punto de mi viaje fue Zagora, a unos sesenta kilómetros de la frontera con Argelia, donde un cartel en árabe y en francés anunciaba que se podía llegar a Tombuctú en 52 días de camello." En todo ese trayecto por la región de la hamada, el desierto toma la forma de una planicie de piedra. Nada de arena dorada ni de cordilleras de dunas: dice Luis G. que en la frontera infranqueable con Argelia, donde creyó entrever lo que buscaba, se acordó del Desierto de los tártaros y de ese personaje sumido en una lógica de postergaciones infinitas.
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